La tienda de Cayo era muy
distinta a las demás. Situada en el centro del perfecto cerco empalizado simulaba
las comodidades de la propia capital; esclavos, divanes, alfombras, frutas,
algún animal exótico y mobiliario romano. Dos jovencitas extranjeras susurraban
en un rincón acomodadas entre cojines y sedas de oriente, sonriendo por encargo
y temblando por sus familias. Cayo deleitaba sus pensamientos con cerezas
tardías, bañadas en vino y miel, observando el rojonegro del cuenco y empapando
sus dedos largos y finos.
No todo era ideal, no todo podía
abstraerse. Fuera los caballos relinchaban con tal desgarro que pareciese
estuvieran dentro de la tienda; los legionarios gritaban y reían mientras
jugaban a los dados, incluso en algunas ocasiones el procónsul oyó un sonoro pedo
a las espaldas de la tienda, seguido de profusas risotadas, no relacionando el
general una cosa con la otra. Mueren por
mí estos soldados, desde el legionario que vive en el barro hasta el tribuno
que come y bebe conmigo –pensaba Cayo mientras saciaba la mente y oía
ventosidades tras su nuca.
Una sombra se proyectó sobre la
entrada de la tienda, era la señal establecida por él para que el provinciano
legionario no entrara sin avisar. Al principio y sobre todo en las malditas
ocasiones en las que le apetecía copular, el soldado penetraba hasta el catre
romano y anunciaba la llegada de alguien o peor aún, le extendía un mensaje. ¿Te parece legionario que con mi miembro parta el sello? –preguntaba
con hastío Cayo. Un patricio tenía que imponer normas cuando estaba en campaña,
la guerra era brutal pero en su sanctasanctórum las costumbres ecuestres debían
quedarse en la puerta.
Pasa Móstulo y sácame de estas tinieblas con noticias de Roma –dijo
con la boca llena de cerezas endulzadas.
El tribuno Marco Antonio solicita presentarse, procónsul –dijo el
soldado golpeándose el pecho mientras las jóvenes reían al observar las nalgas
desnudas y tatuadas con SPQR.
Móstulo, no me anuncies más a Marco, ya te ordené su entrada inmediata
la semana pasada.
Cómo deseéis procónsul –y girando sobre sus talones volaron las
correas del uniforme dejando ver de nuevo el SPQR en todo su esplendor, dos
letras a cada lado del taparrabos.
De nuevo se proyecta una sombra
sobre la entrada, imponente, alta y esbelta de formas. Por un instante se queda
inmóvil antes de entrar, levanta apenas perceptiblemente una pierna y estirando
con la mano una de sus posaderas revienta en el ambiente un sonoro desgarro de
gas.- No es más que otro provinciano que
viene a ventosear en mi puerta –piensa Cayo con desdén.
Al segundo, Marco Antonio entra
como un rayo golpeando el suelo con pisotadas, plantándose en medio de la
tienda y mirando al vacío grita ¡Buenos
días mi procónsul, que los dioses te den salud y virilidad! – y las jóvenes
ocultan sus narices bajo cóncavas manos, ya que el ímpetu de la entrada trae
estela de vientos traseros.
Buenos días Marco, hijo mío, que Mercurio te favorezca en las noticias
que traes contigo. ¿Cómo está la soldada?. –Pregunta mientras peina con
dulzura sus cabellos hacia delante, para
ocultar su incipiente calvicie.
Mueren por servirte y sirven para morir mi procónsul –silabea
mirando a los ojos de Cayo.
¿Entras en mi tienda con las sandalias manchadas de barro, tribuno?
-casi grita Cayo al observar el reguero que ha dejado Marco Antonio con sus
pisotadas.
Es inevitable mi procónsul, la soldada excrementa en estos alrededores.
¿No hay Galia suficiente donde acuclillarse?, ¿tienen que defecar como
los animales, cerca de mi tienda?
Te aman divino procónsul, no quieren separarse de ti –dice Marco mientras
Cayo percibe apenas una pequeña sonrisa.- (Basta
de zalamerías y provincianismos) -piensa el general.
Marco, los soldados no me ven en la batalla. Gritan mi nombre al salir,
tras la arenga y en primera línea se esconden como tortugas tras sus escudos.
Estoy por diezmarlos para que aprendan, hace tiempo que los veo ligeramente
indisciplinados.
De ningún modo mi procónsul, solo viven por tu divinidad, buscan tu
capa roja en la batalla como buscaría un caballo su yegua.
¿Insinúas que quieren montarme, Marco?. –pregunta Cayo, sintiendo
cierta irritación interior.
Que Marte me falte en la batalla si no he sabido expresarme oh Cayo
general de huestes, conquistador de la Galia. –dice mientras con una
reverencia esconde un mohín.
Por los dioses Marco, eres más empalagoso que estas cerezas o que el
sexo de esas jóvenes. Estoy pensando en ir a pie contra Alesia, mi caballo me
alza sobre ellos y me ven como el patricio que soy.
Cayo Julio César, de la gens Julia, nunca habréis tenido una idea más
brillante. Acercaros a los legionarios, luchar codo con codo con los
centuriones les henchirá los corazones de valor. Me siento honrado de servirte
general. –Dice mientras se arrodilla.
En realidad Marco, tú también irás a pie. Todos iremos a pie, también
los legados Tito Labieno y Cayo Trebonio, es un buen ejemplo para las legiones. –Apenas lo ha susurrado,
rebuscando distraído en el vino más cerezas que llevarse a la boca.
¿A pie, Cayo? –se estremece el tribuno recordando a los arvernos.
A pie Marco, ¿o pretendes alzarte por encima de tu general?. Todos
tenemos nuestro sitio, los dioses en el Olimpo, esas esclavas de Venus en un
rincón entre bellos tejidos, los soldados en la muerte por mi gloria y tú
arrodillado en el centro de mi tienda.
Si es tu deseo lo hago mío hasta que llegue al Elíseo, y pido a Júpiter
que Vercingetórix tome ejemplo y no caiga sobre nosotros con su caballería
mientras tus sandalias hoyan el barro de la Galia. –comenta con
atrevimiento Marco Antonio al que la rodilla se le ha pegado al suelo.
Tengo asumido el riesgo. Tú mejor que nadie deberías saber que las
cohortes se mueven y mueren mejor con el valor de una arenga o el rojo de mi
espalda en el frente. Con la cabeza pensando en sus familias, donde quiera
Juno que las tengan, están distraídos y son débiles. Si es que estos provincianos son capaces de recordar a sus
madres. –Mientras le habla a la coronilla con un gesto pide la cercana
presencia de una esclava, señalándose la entrepierna.
Marco Antonio levanta la cabeza y
mirando a los ojos de Julio César, procónsul de Roma y gobernador de toda la
Galia, abre la boca, duda un instante y con tono de súplica le dice,
Cayo, son soldados, tus legionarios. Te aman, no son chusma.
Deberías pasar más tiempo conmigo en la tienda y menos con la soldada,
eres mi tribuno aquí y en Roma y necesito tenerte cerca. Ahora retírate y manda
cepillar mi caballo para la batalla. Dice mientras comienza a disfrutar la
felación.
Marco Antonio levanta su
imponente cuerpo y sonríe entre satisfecho e indignado por la treta del
procónsul. Al salir fuera, mientras el Sol proyecta su sombra sobre la entrada
de la tienda, Marco abre sus nalgas con ambas manos y vuelve a repetir el
saludo del principio, agitando con ello las cortinas de la entrada. Los
legionarios cercanos ríen y aplauden al tribuno y alguno incluso acompaña con
sonoridad simétrica.
Este Marco no va a entender nunca donde está él y dónde el pueblo ni a
qué lado de la tienda se debe. -Piensa mientras los hedores dejados en el
interior no le dejan deleitarse plenamente.
Ignacio en Sevilla, a 07 de febrero de 2012
