Foto de Ignacio

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Ignacio mismo

viernes, 13 de enero de 2023

El agua que acaricia

           Lo llamaron Jordán dos meses antes de nacer en 1939, en la calle Castellar de Sevilla. Su madre, María, anunció a todas las vecinas que su bebé nacería el trece de febrero, sería un niño de cabello negro, de ánimo taciturno como su padre y delgado como su marido, Juan. Aunque no solía ir a la tienda de Marciano, porque no tenía crédito, también lo pregonó allí. Todos los jueves acompañaba a su cuñada Lucía que le compraba unas latas de conserva y unas legumbres para ayudar en su embarazo.

—¿Y qué nombre es ese de Jordán, María? —le preguntaba el tendero.

—Es el río que pasa por Tierra Santa, que baja lento pero seguro, callado y decidido. Tal cual me lo ha dicho el cura de Omnium Sanctorum.

—¿Y se puede saber por qué has elegido un nombre tan poco, digamos, habitual?

—Porque mi bebé será varón y va a nacer el trece de febrero, día de San Jordán beato —decía ella, con total convicción.

Y el tendero de Marciano miraba a su mejor clienta, Lucía, que se encogía de hombros y pagaba la cuenta con prisas, antes de que empezaran los rumores en susurros sobre la locura de su cuñada.

Pero el día anunciado, el trece de febrero, sobre las diez de la mañana, la muerte pasó siete veces por encima y siete veces por debajo de la cama de María, escapando finalmente por la ventana, ahuyentada su sucia presencia por los gritos de la madre, silbando como un viento helado de queja y sin llevarse a nadie. Al paso de las horas, sobre las sábanas carmesí, quedó un bebé delgado que tiritaba y apenas lloraba por no molestar. Su padre, Juan, lo lavó en la pila del único grifo que había en la casa de vecinos, en el patio común, bajo la atenta mirada de todos los que allí residían. El agua fría acarició el cuerpecito del pequeño, que sorprendentemente dejó de temblar y comenzó a respirar con sosiego. Todos felicitaron a los padres por su primer hijo, entre risas nerviosas y palmadas en la espalda. Nadie estuvo triste salvo María, que lloraba desconsolada ante la certeza, como si de una sentencia divina se tratara, que este sería su único vástago.

Doce años más tarde, en una mañana de mayo, el agua del río Guadalquivir también acariciaba la piel de aquel niño delgado. Era con diferencia mejor nadador que Pepín, su primo y mejor amigo. Ambos faltaban a la escuela un día sí y otro también, a espaldas de sus padres, del hambre y de aquella ciudad que intentaba mantenerse a flote en la posguerra española y europea. Se bañaban desnudos a orillas de la Barqueta y jugaban a zambullirse con saltos y piruetas, esquivando remolinos y corrientes peligrosas. De vuelta a casa, justo a la misma hora que si hubieran salido del colegio, reían nerviosos por haber escapado un día más de las disciplinas de los profesores.

Al llegar al piso donde vivían en la calle Castellar tanteó sus cabellos, por si todavía estuvieran húmedos y delatara su pequeño crimen. Cuando entró en la salita, donde la familia hacía la vida, comiendo cuando había y escuchando la radio, descubrió encima de la mesa un plato con dos lonchas de fiambre, un trozo de pan duro, un higo pasado y un vaso de agua. Frente a la mesa, sentados en sillas de nea, se encontraban sus progenitores observándole con el ceño fruncido.

—¿De dónde vienes, Jordán? —dijo Juan por todo saludo.

—Primero que coma, luego que nos cuente —apostilló María acercando el plato hacia el niño.

Comió en silencio y con la mirada concentrada en la mesa, a sabiendas de que de un modo u otro tendría que afrontar la ira de su padre. Empapaba el pan en el agua, lo bañaba con paciencia para que se reblandeciera, intentando alargar el momento. Cuando hubo terminado se limpió la boca con la manga de la camisa, gesto que paró María para hacerlo ella misma con un trapo viejo que olía a antiguo.

—Hoy ha ido tu madre al colegio para llevarte el cuaderno. Lo dejaste olvidado en tu catre. Cuando ha preguntado por ti ha salido la directora y le ha dicho que hoy no has ido a clases.

—¿Quién? ¿La calva? —preguntó el niño sin poder continuar hablando, pues su padre le propinó una bofetada que le hizo dar con su pequeño cuerpo en el suelo. María se levantó de la silla alarmada, pero se paró en seco y mantuvo la boca cerrada.

—Si vuelves a faltar el respeto a una maestra me quito la correa y seguimos por ese camino ¿entendido? Bien, ahora me vas a explicar dónde has estado toda la mañana.

—He estado jugando a la pelota y luego he ido a bañarme a la Barqueta —dijo Jordán con lágrimas contenidas y sintiendo la quemazón de su mejilla.

—La directora también le ha dicho a tu madre que cada semana faltas uno o dos días de asistencia. La buena mujer se ha estado tragando tus excusas de que la falta de comida te hace enfermar y hay días que no puedes levantarte de la cama. Además de mentiroso nos haces pasar por unos muertos de hambre que no son capaces de dar de comer a un hijo.

—El niño no quiere estudiar, Juan, lo mejor para todos es que trabaje en la tienda de mi hermano. Allí aprenderá un oficio y nos traerá un poco de alivio a la casa, que falta nos hace —se atrevió María con tono de súplica.

—El pan a esta casa lo traigo yo, pero Jordán no puede ponernos más en evidencia. Que empiece a despachar en el comercio y se gane la comida que le ponemos en el plato —y dicho esto se retiró a la habitación del matrimonio.

María recogió la mesa y fregó la pequeña cocina, ordenó la salita y se sentó a rezar el rosario. Jordán se acurrucó en su catre mirando hacia la pared, temblando de miedo, mientras esperaba la vuelta de su padre. Conocía el final de aquellas historias que nunca terminaban sin castigo. Al poco rato Juan volvió a la salita con la correa de cuero en la mano, pasó por delante de María que rezaba con la mirada perdida y sin mediar palabra sacudió la espalda y las nalgas del niño hasta diez veces. A cada latigazo el pequeño daba una pequeña queja, un grito contenido, encogiéndose a cada sacudida. Al finalizar el progenitor volvió callado a su cuarto y se quedó dormido al poco rato. Jordán lloraba en silencio mientras esperaba la segunda parte, el beso de su madre.

 

A las nueve de la mañana abría la tienda “Tejidos Marcelo” en el entorno de la calle Córdoba, zona de comercios y bullicios en la Sevilla de aquella posguerra. Los empleados se citaban media hora antes para poner orden, limpiar un poco, contabilizar el género y tomar un café negro para despejar las cabezas. En su primer día de trabajo el pequeño Jordán salió de su casa temprano, subió por la calle Saavedras dejando a su derecha la iglesia de San Martín, escoltada por cuatro naranjos que disparaban rabiosamente sus aromas de azahar, inundando todos los alientos. Alcanzó la plaza de la Encarnación y se fundió con el trasiego de viandantes, porteadores y vendedores ambulantes. Al llegar a la tienda descubrió frente a la puerta a su tío Marcelo fumando un puro y al resto de empleados haciendo un semicírculo frente a la entrada con las manos en los bolsillos.

—Buenos días Jordancito ¿sabes qué hora es? —escupió Marcelo por todo saludo.

—Buenos días, tío. Deben ser las nueve de la mañana. Me dijo mi madre que llegara puntual.

—Tu madre, que es mi hermana, no tiene conocimiento ni sabe lo que es un trabajo serio y en condiciones. A los trabajos se llega antes de empezar y sin saber ni conocer la hora de salida. Te hemos asignado la primera tarea, abrir la cancela de la tienda para que podamos empezar y ya vamos media hora tarde. El primer cliente puede llegar en un santiamén y no hemos limpiado, ni sacado las ventas a la calle, ni cambiado el escaparate.

Jordán asió el manojo de llaves que su tío le lanzó con desprecio. La verja de la entrada era de puro hierro entrelazado y estaba condenada por tres candados de acero enormes. El niño se arrodilló en silencio para abrir el primer cerrojo, el de más abajo. Estaba totalmente concentrado en averiguar cuál era la llave adecuada, cuando sintió cómo su tío le aferraba la nuca y le susurraba al oído “verás como de esta aprendes”. El comerciante le estrelló la cara contra el hierro y el acero dos veces, con violencia, apretando los dientes. El pequeño quedó en el suelo, de costado, sangrando profusamente por la nariz y la frente.

—Jordancito, seguimos esperando a que nos abras la tienda para ponernos a trabajar y ganarnos el jornal, no te retrases sobrino.

Y aquel niño de doce años, con la cara ensangrentada, abrió las tres condenas con pánico, dolor, humillación y en silencio. Luego, Marcelo, lo mandó a la fuente de La Encarnación para lavarse la cara, no quería que ningún cliente le viera como un Cristo dentro de la tienda. Allí, en el estanque de piedra donde cuatro surtidores vertían agua, se encontraban las mujeres que esperaban su turno para llenar las tinajas. Ellas dejaban descansar sus recipientes en los útiles de metal que se encontraban dentro de la fuente y justo debajo de cada chorro. Mientras se lavaba la cara con el líquido claro y frío, escuchaba a las señoras comentar sobre aquel pillastre, de seguro lo habrían castigado por cualquier travesura, o por ladrón, vaya usted a saber. Pero a Jordán no le importaba demasiado, sentía el agua límpida sanar su dolor, acariciando cada herida como una madre que besa con cariño y cuidado.

Durante los primeros meses se encargó de la limpieza del local, atender pequeños recados y los portes de paquetes a clientes. Le asignaron una carretilla que le sacaba dos palmos por encima de su cabeza, para hacer las entregas, en ocasiones para destinos tan lejanos como el barrio de Triana o el de Nervión. Cuando un comprador daba alguna queja sobre el pedido, tuviera Jordán la culpa o no, el pequeño recibía una sarta de latigazos con una vara de abedul que Marcelo guardaba en su despacho. Pero también recibía propinas, como curruscos de pan, algunas monedas o incluso una sonrisa amable. Sin embargo, lo que más apreciaba el niño era conocer gente nueva, como los aguadores de la plaza del Pan, que le fiaban un vaso en sus largas rutas de transporte, los tenderos de la calle Cuna que pregonaban sus productos y sus bondades, pero sobre todo la más apreciada por él, Emilia, la hija de la quiosquera.

La niña era huérfana de padre guardia civil y entre ella y su madre viuda, regentaban una licencia de quiosco en un bajo de la calle Pureza, al otro lado de la Dársena del Guadalquivir. En una ventana pequeña, con una reja a la que le habían habilitado un hueco en su parte inferior, vendían productos de lo más variopinto, como babuchas, tabaco, brillantina, paloduz y ocasionalmente la madre pinchaba medicinas con una jeringuilla metálica, por lo que recibía el sobrenombre de “La Practicante”. Jordán celebraba con alegría cuando por encargo del patrón tenía que llevar fardos, que hacían con tela y aguja de saco, al barco de Bonanza, en el muelle, justo en frente de Triana. Al niño se le aceleraba el corazón cada vez que un encargo tenía aquel destino y procuraba desviarse en sus rutas, cruzar el río e internarse en la estrecha calle Pureza para contemplar la sonrisa de dientes blancos y romos de Emilia. Paraba durante unos minutos y le contaba cualquier cosa con tal de verla reír.

—Buenos días, Emilia ¿qué estás vendiendo hoy? —Preguntaba él sin soltar la enorme carretilla.

—Buenos días Jordancito, hoy lo que más se vende es “Luckytriki”, que los hombres sois de mucho fumar desde bien temprano.

—Yo no fumo que no tengo ni una peseta, pero si me regalas un pitillo mañana me paso otra vez y te hago reír.

—¿Qué sabrás tú de hacer reír a una mujer, si en tu barrio solo conoces a las de Divina Pastora?

—No digas eso, niña, yo solo te frecuento a ti y personas decentes, que soy un caballero de casi trece años.

—Caballero sin caballo y con los zapatos de tu madre ¿sabe ella que te los calzas para jugar a la pelota?

—Calla guapa, que se va a enterar todo Triana. Mañana vuelvo y me regalas un cigarro negro para mí y otro para mi primo Pepín.

Y así seguían las conversaciones con aquellas zalamerías hasta que la Practicante le daba un capón a Emilia y le tiraba un vaso de agua, una lata o un tomate al pequeño Jordán.

Uno de esos días, a la hora del almuerzo, fue a buscar a su primo a la salida del colegio, con el duro de propina que el comerciante de Bonanza solía dejarle. Compraron en la calle Rivero unos bocadillos de calamares fritos que se escapaban por los bordes y juntos, con la carretilla ya vacía, alcanzaron la calle Viejos. Allí tenían por costumbre entrar por la cancela de una casa señorial que estaba siempre abierta y al frescor de un patio sevillano, engullían aquel manjar.

—Hoy me ha tirado la madre de Emilia unas cebollas podridas desde la ventana —contaba Jordán.

—¿Quién?, ¿La Practicante?

—La misma, y todo porque Emilia me regala de vez en cuando un cigarro.

—Y porque sabe que vas buscando a la niña para hacerla tu novia.

—Anda ya, Pepín, solo es una amiga y es bueno tener amistades para el tabaco.

—Pues ándate con ojo que la viuda conoce a Don Marcelo y cualquier día le cuenta que vas por allí a perder el tiempo. ¿No le temes a la vara de tu tío?

—Me da pánico, da igual si me arrea en los pantalones de pana, me hace verdugones en las piernas, como si no llevara nada.

—No merece la pena, canijo, cualquier día tu tío te va a matar a golpes.

—El agua lo cura todo, cuando cierro la tienda me voy a la fuente de la Encarnación, me meto hasta los muslos y poco a poco voy sanando.

—¿Te acuerdas de Rodrigo, aquel gitano que venía con nosotros a nadar a la Barqueta? —dijo Pepín cambiando de tema.

—Sí, un chico muy espabilado y valiente, se metía en la parte del río donde nosotros no nos atrevemos.

—Pues se ahogó el martes, por lo visto se fue solo y se lo tragó una corriente de remolino, ya sabes, de esas que te enganchan y te llevan al fondo.

—Virgen santa, que desgracia. Ya te decía yo que cuando el agua hace agujeros o cambias de día o cambias de río.

—Tal cual canijo, tal cual —finalizó Pepín.

 

Para Jordán los domingos eran especiales, suponía el único día libre de la semana, esa jornada de descanso en la que no trabajaba y su tío no podía alzarle la mano. Iba por la mañana con sus padres a misa de doce y luego daban un paseo por la Alfalfa o algún jardín de la ciudad. En uno de estos paseos, por el parque de María Luisa, descubrió a lo lejos a Emilia, sentada a solas en un banco y llorando desconsolada. Nada más verla se le partió el corazón y aprovechando un despiste de sus padres corrió a su lado.

—¿Estás llorando, Emilia? —preguntó a modo de saludo.

—¿Es que no me ves, tonto? —dijo ella sorbiendo la nariz.

—Dime que te pasa ¿alguien te ha pegado?

—Nada de eso, mi madre me ha obligado a ir a misa con estos zapatos que me están pequeños y me hacen heridas en los pies. Le he dicho que no puedo dar un paso más y me ha dejado aquí sentada y sola.

Jordán se arrodilló frente a la niña y con delicadeza liberó sus pies de aquellos zapatos de domingo. Emilia tenía cebaduras y ampollas, e incluso en algunas partes había brotado la sangre. El niño lo tuvo claro, agarró la mano de su amiga y la acompañó descalza hasta una fuente conocida como de los leones, por tener cuatro figuras de este animal que lanzan caños de agua al estanque. En silencio el pequeño se descalzó y se sentó en el borde de la fuente, metiendo los pies en el agua y suplicando a la niña que hiciera lo mismo. Los dos sintieron cómo el maravilloso líquido acariciaba sus lindos pies y los enfriaba dulcemente. Emilia notó alivio por el frío, que adormecía las llagas y por la compañía y atención que Jordán mostraba por ella.

—El agua se lo lleva —pronunció Jordán tras un rato.

—¿Qué es lo que se lleva? —preguntó la niña con intriga.

—El dolor —dijo él.

 

Pasaron unas semanas y las orillas de Triana y Sevilla se deleitaban con los mimos del río Guadalquivir. Jordán hacía su ruta habitual de vuelta a la tienda de la calle Córdoba cuando un acontecimiento desbarató la rutina de aquel martes de junio. Su primo Pepín le asaltó a la altura de la calle Alonso el Sabio, agarrando su brazo delgado con fuerza. Traía una noticia terrible, La Practicante había avisado a su tío Marcelo de las escapadas continuas que su sobrino hacía al quiosco de la calle Pureza. Espantado por tan terrible anuncio salió corriendo calle abajo y se perdió entre el gentío de los comercios, con el sudor frío y la piel erizada. Llegó a su piso de la calle Castellar y encontró a su madre en la cocina, de espaldas, haciendo la comida.

—¿Qué has hecho, Jordán? —dijo ella sin voltearse —El tío Marcelo ha estado aquí, muy enfadado, preguntando por ti.

—Me quiere pegar con la vara otra vez, mamá, duele mucho y yo no quiero estar con él nunca más. No quiero ir a trabajar a la tienda, es horrible.

—Tienes que aceptarlo, la vida es así y no puedes cambiarla. Todo tiene un sentido y él te está haciendo un hombre —y diciendo esto se volvió hacia el niño descubriendo un ojo amoratado y un labio sangrante, partido con violencia.

—¿Qué ha pasado, mamá? ¿El tío te ha pegado a ti también? —dijo Jordán con lágrimas gruesas y calientes que brotaban sin control.

—Es mi hermano mayor y tiene que enseñarme a educarte bien, porque no he sido buena madre, ahora lo sé.

Cayó de rodillas al suelo, mirando con terror el rostro de su madre. Se arrastró hacia la salida de la calle y corrió como nunca. Con el sentido que el agua siempre tuvo para él, tomó dirección hacia la calle Feria y luego la Macarena hasta que llegó a la orilla del río, en la Barqueta. Allí se sentó entre la vegetación y el barro, llorando desconsolado, de rabia y de miedo, de soledad y de impotencia.

No supo cuánto tiempo pasó antes de que su tío lo encontrara allí, al borde del agua. El pánico recorrió sus venas al ver a Marcelo con la vara en la mano, abalanzándose hacia él. El pequeño notó el primer latigazo en su costillar y al ver llegar el segundo hizo un movimiento rápido, esquivando el arco que su castigador soltaba contra su cuerpo lánguido. Al golpear el aire, Marcelo se desequilibró, pisó mal en el lodo resbaladizo de la margen del río y cayó a las aguas turbias y furiosas de aquel día. Pocos segundos tardó en reaparecer, intentando salir a flote, pero Jordán descubrió la causa por la que no podía salir: un remolino de corriente a su espalda le succionaba al fondo.

—Ayúdame a salir pequeño cabrón —gritó el hombre desesperadamente, pues poco sabía de nadar y mantenerse en la superficie.

El niño, asustado por la situación, agarró la vara que había quedado a sus pies y se la alcanzó a su tío para ayudarle a salir. Pero solo en un segundo, sin pensarlo, como si el agua fuera su aliada, su gran amiga, soltó un latigazo tremendo que cruzó la mejilla de Marcelo levantando la piel y la sangre. Jordán continuó vareando el rostro varias veces hasta que contempló cómo el Guadalquivir tragaba hacia sus profundidades a aquel hombre que tanto daño le había provocado. Dejó pasar unos minutos a la espera, sabía que volvería a verle. Y al poco, el río vomitó el cadáver, a unos metros de donde estaba. Observó el cuerpo inerte, flotando con tranquilidad corriente abajo. Constató que nadie había visto la escena y volvió andando hacia su casa, donde su madre rezaba el rosario, sentada en una mecedora con la mirada perdida escrutando el vacío. La mujer movía los labios en silencio mientras pasaban los avemarías, el padrenuestro y el gloria.

Jordán se dirigió a la cocina y empapó un paño en el agua de una jofaina y comenzó a lavar la cara de María, con ternura y paciencia.

—El agua se lo lleva, mamá.

La madre dejó de pasar entre sus dedos las cuentas del rosario y enfocó la vista hacia la sonrisa de Jordán

—¿Qué es lo que se lleva, hijo?

—El dolor mamá, el agua lo traga y se lo lleva, lejos de nosotros.

lunes, 11 de enero de 2021

Hermano tracio

El público admira desde las alturas cómo con la espada inmisericorde alcanzas mi corazón a través de la clavícula. Es el momento esperado, destino inevitable que es ansiado por todos, pero no por nosotros. Tiemblas y lloras tras tu yelmo mientras me matas pero me nombras tres veces antes de empujar el hierro a través de la carne y eso me reconforta, me eleva sobre la arena caliente y las gradas del anfiteatro.

Itálica es ahora aquella sombra que se diluye en el tiempo, aquel camino de cipreses que no termina de mostrar el horizonte, esquivo el recuerdo de penetrar en tus muros tras los que todo comienza y todo termina. El graderío desconoce nuestra niñez con alientos a cocinas, cuero y metal. Primeros pasos entre monstruos enormes que sudaban, comían y reían para espantar el cielo oscuro y evitar que depositen las monedas de sangre y muerte.

En aquella perfecta hermandad de la adolescencia nos separaron con armaduras distintas, tú tracio y yo murmillo, gladiadores enemigos allí abajo, en la arena. No pudieron, sin embargo, apartar nuestro lazo invisible e incondicional, nuestro refugio silencioso, donde el destino luctuoso no podía entrar.

Salimos de vientres distintos, en la adversidad nos hermanamos como cachorros y cuando apenas habíamos atravesado el Rubicón de ser hombres nos emparejaron en la lucha a muerte. Somos la guarnición de unas vidas ajenas que pronto olvidarán nuestros nombres.

Némesis me condenará por engañar en el combate pues estuve cerca de matarte mientras bailabas a mí alrededor, mientras saltabas con el Sol a la espalda, danzando para un pueblo hambriento de sangre y miedo.

Sé que tu dolor es mayor que el mío, mi espada en tu mano libera ahora el grito que mi máscara no puede contener.

Ellos son los infames y nosotros hermanos en la arena.

 

Ignacio Rivero

Sevilla, a 1 de diciembre de 2020.

viernes, 27 de noviembre de 2020

Mónica y el tesoro escondido

 Las ventanas daban luz suficiente, aunque era una luz grisácea, un tanto perturbadora, como el momento que Mónica estaba viviendo. El ventanal daba acceso al balcón y observó a través del cristal el jardín de abajo, allí sus guardianes todavía no se percataban de su ausencia, hablaban entre ellos animadamente, incluso reían.

Nadie sospechaba que esa misma mañana había encontrado la forma de escapar de la silla en la que la ataban, en la que pasaba horas inmisericordes. Se encontraba ahora en el piso de arriba, llegó ayudándose de la barandilla, usó incluso sus manos en los escalones, al borde de caer en varias ocasiones, perdiendo el equilibrio, pero ahora estaba allí y no lo sabían. No había tiempo que perder, tenía que encontrar el tesoro. Hizo una rápida observación de su entorno mirando alrededor: una cama enorme, excesiva para su gusto, dos armarios muy altos y dos mesitas de noche, algo de ropa desperdigada por la habitación. Volvió a mirar por el ventanal, Carmen hablaba ahora con Mario, a veces su compañero, a veces su delator, no se fiaba de él. Sabía que Mario también estuvo atado a la silla antaño, pero ya no, ahora era el vínculo entre sus guardianes y ella. La buena noticia es que seguían ausentes de su escapada y tenía tiempo para encontrar el tesoro en aquella habitación enorme y llena de cajones ¿dónde lo tendrían escondido?.

Escuchó ruidos en la escalera y un súbito frío recorrió su espina dorsal. De pronto, en el umbral de la puerta apareció Shana, la perra que los guardianes tenían  amaestrada. Se miraron fijamente y ante el silencio de Mónica el animal dio un ladrido y bajó atropelladamente las escaleras. Desesperada miró por la ventana, la perra había alcanzado a Carmen y ladraba a su alrededor para llamar su atención. Ante la insistencia del can estuvieron acariciando su lomo, pero la guardiana era muy lista, algo en su rostro indicaba la intriga de aquel comportamiento del animal. Carmen quedó pensativa observando a Shana, se giró rápidamente y descubrió la silla vacía, gritó al mismo tiempo el nombre de Mónica, dio pasos en varias direcciones y siguió gritando. En cuestión de dos segundos alzó  la vista  y provocó el contacto visual entre  la guardiana y la escapista. Por instinto Mónica se apartó del cristal y un vértigo le alcanzó. Había perdido demasiado tiempo, debía encontrar el tesoro antes de que la atraparan. Buscó en los cajones de la primera mesita de noche, nada, no estaba allí. Tambaleándose rodeó como pudo la gran cama mientras oía su nombre en el piso de abajo, sin duda Carmen estaba cerca. Cayó al suelo, sobre la alfombra, pero retomó la verticalidad y llegó a la siguiente mesita mientras se escuchaban los pasos en la escalera. Y allí, en el primer cajón, estaba el tesoro, tan fantástico como necesario, tan idóneo como adictivo.

Cuando se volvió Carmen ya estaba en la habitación, le sonrió y ambas se miraron fijamente. Ella no se fiaba de su sonrisa, sabía que quería arrebatarle el tesoro.

-     Mónica, cariño no te metas eso en la boca, yo te llevaré de nuevo a la silla, no te hace falta, confía en mí.


Pero a Mónica le había costado mucho llegar hasta allí, estaba convencida de lo que tenía que hacer y lo hizo. Lentamente y sin dejar de mirar a Carmen, metió el chupete en su boca e inmediatamente un relajante sopor le alcanzó, descubriendo que eso y no otra cosa es lo que necesitaba. Carmen carcajeó con ganas y la cogió en brazos llenándola de besos y caricias. Mónica oía algo de la voz cálida y suave de su madre, algo de que hoy está todo permitido porque es su cumpleaños. Mientras bajaban la escalera el tesoro le ayudó a entrar en un maravilloso sueño.


[Relato presentado y mencionado en el concurso de Taller de Escritura de Radio Nacional de España. Octubre 2020]