Lo llamaron Jordán dos meses antes de nacer en 1939, en la calle Castellar de Sevilla. Su madre, María, anunció a todas las vecinas que su bebé nacería el trece de febrero, sería un niño de cabello negro, de ánimo taciturno como su padre y delgado como su marido, Juan. Aunque no solía ir a la tienda de Marciano, porque no tenía crédito, también lo pregonó allí. Todos los jueves acompañaba a su cuñada Lucía que le compraba unas latas de conserva y unas legumbres para ayudar en su embarazo.
—¿Y
qué nombre es ese de Jordán, María? —le preguntaba el tendero.
—Es
el río que pasa por Tierra Santa, que baja lento pero seguro, callado y
decidido. Tal cual me lo ha dicho el cura de Omnium Sanctorum.
—¿Y
se puede saber por qué has elegido un nombre tan poco, digamos, habitual?
—Porque
mi bebé será varón y va a nacer el trece de febrero, día de San Jordán beato
—decía ella, con total convicción.
Y
el tendero de Marciano miraba a su mejor clienta, Lucía, que se encogía de
hombros y pagaba la cuenta con prisas, antes de que empezaran los rumores en
susurros sobre la locura de su cuñada.
Pero
el día anunciado, el trece de febrero, sobre las diez de la mañana, la muerte
pasó siete veces por encima y siete veces por debajo de la cama de María, escapando
finalmente por la ventana, ahuyentada su sucia presencia por los gritos de la
madre, silbando como un viento helado de queja y sin llevarse a nadie. Al paso
de las horas, sobre las sábanas carmesí, quedó un bebé delgado que tiritaba y apenas
lloraba por no molestar. Su padre, Juan, lo lavó en la pila del único grifo que
había en la casa de vecinos, en el patio común, bajo la atenta mirada de todos
los que allí residían. El agua fría acarició el cuerpecito del pequeño, que
sorprendentemente dejó de temblar y comenzó a respirar con sosiego. Todos
felicitaron a los padres por su primer hijo, entre risas nerviosas y palmadas
en la espalda. Nadie estuvo triste salvo María, que lloraba desconsolada ante
la certeza, como si de una sentencia divina se tratara, que este sería su único
vástago.
Doce
años más tarde, en una mañana de mayo, el agua del río Guadalquivir también
acariciaba la piel de aquel niño delgado. Era con diferencia mejor nadador que
Pepín, su primo y mejor amigo. Ambos faltaban a la escuela un día sí y otro
también, a espaldas de sus padres, del hambre y de aquella ciudad que intentaba
mantenerse a flote en la posguerra española y europea. Se bañaban desnudos a
orillas de la Barqueta y jugaban a zambullirse con saltos y piruetas,
esquivando remolinos y corrientes peligrosas. De vuelta a casa, justo a la misma
hora que si hubieran salido del colegio, reían nerviosos por haber escapado un
día más de las disciplinas de los profesores.
Al
llegar al piso donde vivían en la calle Castellar tanteó sus cabellos, por si
todavía estuvieran húmedos y delatara su pequeño crimen. Cuando entró en la
salita, donde la familia hacía la vida, comiendo cuando había y escuchando la
radio, descubrió encima de la mesa un plato con dos lonchas de fiambre, un
trozo de pan duro, un higo pasado y un vaso de agua. Frente a la mesa, sentados
en sillas de nea, se encontraban sus progenitores observándole con el ceño
fruncido.
—¿De
dónde vienes, Jordán? —dijo Juan por todo saludo.
—Primero
que coma, luego que nos cuente —apostilló María acercando el plato hacia el
niño.
Comió
en silencio y con la mirada concentrada en la mesa, a sabiendas de que de un
modo u otro tendría que afrontar la ira de su padre. Empapaba el pan en el
agua, lo bañaba con paciencia para que se reblandeciera, intentando alargar el
momento. Cuando hubo terminado se limpió la boca con la manga de la camisa,
gesto que paró María para hacerlo ella misma con un trapo viejo que olía a
antiguo.
—Hoy
ha ido tu madre al colegio para llevarte el cuaderno. Lo dejaste olvidado en tu
catre. Cuando ha preguntado por ti ha salido la directora y le ha dicho que hoy
no has ido a clases.
—¿Quién?
¿La calva? —preguntó el niño sin poder continuar hablando, pues su padre le
propinó una bofetada que le hizo dar con su pequeño cuerpo en el suelo. María
se levantó de la silla alarmada, pero se paró en seco y mantuvo la boca
cerrada.
—Si
vuelves a faltar el respeto a una maestra me quito la correa y seguimos por ese
camino ¿entendido? Bien, ahora me vas a explicar dónde has estado toda la
mañana.
—He
estado jugando a la pelota y luego he ido a bañarme a la Barqueta —dijo Jordán
con lágrimas contenidas y sintiendo la quemazón de su mejilla.
—La
directora también le ha dicho a tu madre que cada semana faltas uno o dos días
de asistencia. La buena mujer se ha estado tragando tus excusas de que la falta
de comida te hace enfermar y hay días que no puedes levantarte de la cama.
Además de mentiroso nos haces pasar por unos muertos de hambre que no son
capaces de dar de comer a un hijo.
—El
niño no quiere estudiar, Juan, lo mejor para todos es que trabaje en la tienda
de mi hermano. Allí aprenderá un oficio y nos traerá un poco de alivio a la
casa, que falta nos hace —se atrevió María con tono de súplica.
—El
pan a esta casa lo traigo yo, pero Jordán no puede ponernos más en evidencia.
Que empiece a despachar en el comercio y se gane la comida que le ponemos en el
plato —y dicho esto se retiró a la habitación del matrimonio.
María
recogió la mesa y fregó la pequeña cocina, ordenó la salita y se sentó a rezar
el rosario. Jordán se acurrucó en su catre mirando hacia la pared, temblando de
miedo, mientras esperaba la vuelta de su padre. Conocía el final de aquellas
historias que nunca terminaban sin castigo. Al poco rato Juan volvió a la
salita con la correa de cuero en la mano, pasó por delante de María que rezaba
con la mirada perdida y sin mediar palabra sacudió la espalda y las nalgas del
niño hasta diez veces. A cada latigazo el pequeño daba una pequeña queja, un
grito contenido, encogiéndose a cada sacudida. Al finalizar el progenitor
volvió callado a su cuarto y se quedó dormido al poco rato. Jordán lloraba en
silencio mientras esperaba la segunda parte, el beso de su madre.
A
las nueve de la mañana abría la tienda “Tejidos Marcelo” en el entorno de la
calle Córdoba, zona de comercios y bullicios en la Sevilla de aquella posguerra.
Los empleados se citaban media hora antes para poner orden, limpiar un poco,
contabilizar el género y tomar un café negro para despejar las cabezas. En su
primer día de trabajo el pequeño Jordán salió de su casa temprano, subió por la
calle Saavedras dejando a su derecha la iglesia de San Martín, escoltada por
cuatro naranjos que disparaban rabiosamente sus aromas de azahar, inundando todos
los alientos. Alcanzó la plaza de la Encarnación y se fundió con el trasiego de
viandantes, porteadores y vendedores ambulantes. Al llegar a la tienda
descubrió frente a la puerta a su tío Marcelo fumando un puro y al resto de
empleados haciendo un semicírculo frente a la entrada con las manos en los
bolsillos.
—Buenos
días Jordancito ¿sabes qué hora es? —escupió Marcelo por todo saludo.
—Buenos
días, tío. Deben ser las nueve de la mañana. Me dijo mi madre que llegara
puntual.
—Tu
madre, que es mi hermana, no tiene conocimiento ni sabe lo que es un trabajo
serio y en condiciones. A los trabajos se llega antes de empezar y sin saber ni
conocer la hora de salida. Te hemos asignado la primera tarea, abrir la cancela
de la tienda para que podamos empezar y ya vamos media hora tarde. El primer
cliente puede llegar en un santiamén y no hemos limpiado, ni sacado las ventas
a la calle, ni cambiado el escaparate.
Jordán
asió el manojo de llaves que su tío le lanzó con desprecio. La verja de la
entrada era de puro hierro entrelazado y estaba condenada por tres candados de
acero enormes. El niño se arrodilló en silencio para abrir el primer cerrojo,
el de más abajo. Estaba totalmente concentrado en averiguar cuál era la llave
adecuada, cuando sintió cómo su tío le aferraba la nuca y le susurraba al oído
“verás como de esta aprendes”. El comerciante le estrelló la cara contra el
hierro y el acero dos veces, con violencia, apretando los dientes. El pequeño
quedó en el suelo, de costado, sangrando profusamente por la nariz y la frente.
—Jordancito,
seguimos esperando a que nos abras la tienda para ponernos a trabajar y
ganarnos el jornal, no te retrases sobrino.
Y
aquel niño de doce años, con la cara ensangrentada, abrió las tres condenas con
pánico, dolor, humillación y en silencio. Luego, Marcelo, lo mandó a la fuente
de La Encarnación para lavarse la cara, no quería que ningún cliente le viera
como un Cristo dentro de la tienda. Allí, en el estanque de piedra donde cuatro
surtidores vertían agua, se encontraban las mujeres que esperaban su turno para
llenar las tinajas. Ellas dejaban descansar sus recipientes en los útiles de
metal que se encontraban dentro de la fuente y justo debajo de cada chorro. Mientras
se lavaba la cara con el líquido claro y frío, escuchaba a las señoras comentar
sobre aquel pillastre, de seguro lo habrían castigado por cualquier travesura,
o por ladrón, vaya usted a saber. Pero a Jordán no le importaba demasiado,
sentía el agua límpida sanar su dolor, acariciando cada herida como una madre
que besa con cariño y cuidado.
Durante
los primeros meses se encargó de la limpieza del local, atender pequeños
recados y los portes de paquetes a clientes. Le asignaron una carretilla que le
sacaba dos palmos por encima de su cabeza, para hacer las entregas, en
ocasiones para destinos tan lejanos como el barrio de Triana o el de Nervión.
Cuando un comprador daba alguna queja sobre el pedido, tuviera Jordán la culpa
o no, el pequeño recibía una sarta de latigazos con una vara de abedul que
Marcelo guardaba en su despacho. Pero también recibía propinas, como curruscos
de pan, algunas monedas o incluso una sonrisa amable. Sin embargo, lo que más
apreciaba el niño era conocer gente nueva, como los aguadores de la plaza del
Pan, que le fiaban un vaso en sus largas rutas de transporte, los tenderos de
la calle Cuna que pregonaban sus productos y sus bondades, pero sobre todo la
más apreciada por él, Emilia, la hija de la quiosquera.
La
niña era huérfana de padre guardia civil y entre ella y su madre viuda,
regentaban una licencia de quiosco en un bajo de la calle Pureza, al otro lado
de la Dársena del Guadalquivir. En una ventana pequeña, con una reja a la que
le habían habilitado un hueco en su parte inferior, vendían productos de lo más
variopinto, como babuchas, tabaco, brillantina, paloduz y ocasionalmente la
madre pinchaba medicinas con una jeringuilla metálica, por lo que recibía el
sobrenombre de “La Practicante”. Jordán celebraba con alegría cuando por
encargo del patrón tenía que llevar fardos, que hacían con tela y aguja de
saco, al barco de Bonanza, en el muelle, justo en frente de Triana. Al niño se
le aceleraba el corazón cada vez que un encargo tenía aquel destino y procuraba
desviarse en sus rutas, cruzar el río e internarse en la estrecha calle Pureza para
contemplar la sonrisa de dientes blancos y romos de Emilia. Paraba durante unos
minutos y le contaba cualquier cosa con tal de verla reír.
—Buenos
días, Emilia ¿qué estás vendiendo hoy? —Preguntaba él sin soltar la enorme
carretilla.
—Buenos
días Jordancito, hoy lo que más se vende es “Luckytriki”, que los hombres sois
de mucho fumar desde bien temprano.
—Yo
no fumo que no tengo ni una peseta, pero si me regalas un pitillo mañana me
paso otra vez y te hago reír.
—¿Qué
sabrás tú de hacer reír a una mujer, si en tu barrio solo conoces a las de
Divina Pastora?
—No
digas eso, niña, yo solo te frecuento a ti y personas decentes, que soy un
caballero de casi trece años.
—Caballero
sin caballo y con los zapatos de tu madre ¿sabe ella que te los calzas para
jugar a la pelota?
—Calla
guapa, que se va a enterar todo Triana. Mañana vuelvo y me regalas un cigarro
negro para mí y otro para mi primo Pepín.
Y
así seguían las conversaciones con aquellas zalamerías hasta que la Practicante
le daba un capón a Emilia y le tiraba un vaso de agua, una lata o un tomate al
pequeño Jordán.
Uno
de esos días, a la hora del almuerzo, fue a buscar a su primo a la salida del
colegio, con el duro de propina que el comerciante de Bonanza solía dejarle.
Compraron en la calle Rivero unos bocadillos de calamares fritos que se
escapaban por los bordes y juntos, con la carretilla ya vacía, alcanzaron la
calle Viejos. Allí tenían por costumbre entrar por la cancela de una casa
señorial que estaba siempre abierta y al frescor de un patio sevillano,
engullían aquel manjar.
—Hoy
me ha tirado la madre de Emilia unas cebollas podridas desde la ventana
—contaba Jordán.
—¿Quién?,
¿La Practicante?
—La
misma, y todo porque Emilia me regala de vez en cuando un cigarro.
—Y
porque sabe que vas buscando a la niña para hacerla tu novia.
—Anda
ya, Pepín, solo es una amiga y es bueno tener amistades para el tabaco.
—Pues
ándate con ojo que la viuda conoce a Don Marcelo y cualquier día le cuenta que
vas por allí a perder el tiempo. ¿No le temes a la vara de tu tío?
—Me
da pánico, da igual si me arrea en los pantalones de pana, me hace verdugones en
las piernas, como si no llevara nada.
—No
merece la pena, canijo, cualquier día tu tío te va a matar a golpes.
—El
agua lo cura todo, cuando cierro la tienda me voy a la fuente de la Encarnación,
me meto hasta los muslos y poco a poco voy sanando.
—¿Te
acuerdas de Rodrigo, aquel gitano que venía con nosotros a nadar a la Barqueta?
—dijo Pepín cambiando de tema.
—Sí,
un chico muy espabilado y valiente, se metía en la parte del río donde nosotros
no nos atrevemos.
—Pues
se ahogó el martes, por lo visto se fue solo y se lo tragó una corriente de
remolino, ya sabes, de esas que te enganchan y te llevan al fondo.
—Virgen
santa, que desgracia. Ya te decía yo que cuando el agua hace agujeros o cambias
de día o cambias de río.
—Tal
cual canijo, tal cual —finalizó Pepín.
Para
Jordán los domingos eran especiales, suponía el único día libre de la semana,
esa jornada de descanso en la que no trabajaba y su tío no podía alzarle la
mano. Iba por la mañana con sus padres a misa de doce y luego daban un paseo
por la Alfalfa o algún jardín de la ciudad. En uno de estos paseos, por el
parque de María Luisa, descubrió a lo lejos a Emilia, sentada a solas en un
banco y llorando desconsolada. Nada más verla se le partió el corazón y
aprovechando un despiste de sus padres corrió a su lado.
—¿Estás
llorando, Emilia? —preguntó a modo de saludo.
—¿Es
que no me ves, tonto? —dijo ella sorbiendo la nariz.
—Dime
que te pasa ¿alguien te ha pegado?
—Nada
de eso, mi madre me ha obligado a ir a misa con estos zapatos que me están
pequeños y me hacen heridas en los pies. Le he dicho que no puedo dar un paso
más y me ha dejado aquí sentada y sola.
Jordán
se arrodilló frente a la niña y con delicadeza liberó sus pies de aquellos
zapatos de domingo. Emilia tenía cebaduras y ampollas, e incluso en algunas
partes había brotado la sangre. El niño lo tuvo claro, agarró la mano de su
amiga y la acompañó descalza hasta una fuente conocida como de los leones, por
tener cuatro figuras de este animal que lanzan caños de agua al estanque. En
silencio el pequeño se descalzó y se sentó en el borde de la fuente, metiendo
los pies en el agua y suplicando a la niña que hiciera lo mismo. Los dos
sintieron cómo el maravilloso líquido acariciaba sus lindos pies y los enfriaba
dulcemente. Emilia notó alivio por el frío, que adormecía las llagas y por la
compañía y atención que Jordán mostraba por ella.
—El
agua se lo lleva —pronunció Jordán tras un rato.
—¿Qué
es lo que se lleva? —preguntó la niña con intriga.
—El
dolor —dijo él.
Pasaron
unas semanas y las orillas de Triana y Sevilla se deleitaban con los mimos del
río Guadalquivir. Jordán hacía su ruta habitual de vuelta a la tienda de la
calle Córdoba cuando un acontecimiento desbarató la rutina de aquel martes de
junio. Su primo Pepín le asaltó a la altura de la calle Alonso el Sabio,
agarrando su brazo delgado con fuerza. Traía una noticia terrible, La
Practicante había avisado a su tío Marcelo de las escapadas continuas que su
sobrino hacía al quiosco de la calle Pureza. Espantado por tan terrible anuncio
salió corriendo calle abajo y se perdió entre el gentío de los comercios, con
el sudor frío y la piel erizada. Llegó a su piso de la calle Castellar y
encontró a su madre en la cocina, de espaldas, haciendo la comida.
—¿Qué
has hecho, Jordán? —dijo ella sin voltearse —El tío Marcelo ha estado aquí, muy
enfadado, preguntando por ti.
—Me
quiere pegar con la vara otra vez, mamá, duele mucho y yo no quiero estar con
él nunca más. No quiero ir a trabajar a la tienda, es horrible.
—Tienes
que aceptarlo, la vida es así y no puedes cambiarla. Todo tiene un sentido y él
te está haciendo un hombre —y diciendo esto se volvió hacia el niño
descubriendo un ojo amoratado y un labio sangrante, partido con violencia.
—¿Qué
ha pasado, mamá? ¿El tío te ha pegado a ti también? —dijo Jordán con lágrimas
gruesas y calientes que brotaban sin control.
—Es
mi hermano mayor y tiene que enseñarme a educarte bien, porque no he sido buena
madre, ahora lo sé.
Cayó
de rodillas al suelo, mirando con terror el rostro de su madre. Se arrastró
hacia la salida de la calle y corrió como nunca. Con el sentido que el agua
siempre tuvo para él, tomó dirección hacia la calle Feria y luego la Macarena
hasta que llegó a la orilla del río, en la Barqueta. Allí se sentó entre la
vegetación y el barro, llorando desconsolado, de rabia y de miedo, de soledad y
de impotencia.
No
supo cuánto tiempo pasó antes de que su tío lo encontrara allí, al borde del
agua. El pánico recorrió sus venas al ver a Marcelo con la vara en la mano,
abalanzándose hacia él. El pequeño notó el primer latigazo en su costillar y al
ver llegar el segundo hizo un movimiento rápido, esquivando el arco que su
castigador soltaba contra su cuerpo lánguido. Al golpear el aire, Marcelo se
desequilibró, pisó mal en el lodo resbaladizo de la margen del río y cayó a las
aguas turbias y furiosas de aquel día. Pocos segundos tardó en reaparecer,
intentando salir a flote, pero Jordán descubrió la causa por la que no podía
salir: un remolino de corriente a su espalda le succionaba al fondo.
—Ayúdame
a salir pequeño cabrón —gritó el hombre desesperadamente, pues poco sabía de
nadar y mantenerse en la superficie.
El
niño, asustado por la situación, agarró la vara que había quedado a sus pies y
se la alcanzó a su tío para ayudarle a salir. Pero solo en un segundo, sin
pensarlo, como si el agua fuera su aliada, su gran amiga, soltó un latigazo
tremendo que cruzó la mejilla de Marcelo levantando la piel y la sangre. Jordán
continuó vareando el rostro varias veces hasta que contempló cómo el
Guadalquivir tragaba hacia sus profundidades a aquel hombre que tanto daño le
había provocado. Dejó pasar unos minutos a la espera, sabía que volvería a
verle. Y al poco, el río vomitó el cadáver, a unos metros de donde estaba.
Observó el cuerpo inerte, flotando con tranquilidad corriente abajo. Constató
que nadie había visto la escena y volvió andando hacia su casa, donde su madre
rezaba el rosario, sentada en una mecedora con la mirada perdida escrutando el
vacío. La mujer movía los labios en silencio mientras pasaban los avemarías, el
padrenuestro y el gloria.
Jordán
se dirigió a la cocina y empapó un paño en el agua de una jofaina y comenzó a
lavar la cara de María, con ternura y paciencia.
—El
agua se lo lleva, mamá.
La
madre dejó de pasar entre sus dedos las cuentas del rosario y enfocó la vista
hacia la sonrisa de Jordán
—¿Qué
es lo que se lleva, hijo?