Foto de Ignacio

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Ignacio mismo

viernes, 27 de noviembre de 2020

Mónica y el tesoro escondido

 Las ventanas daban luz suficiente, aunque era una luz grisácea, un tanto perturbadora, como el momento que Mónica estaba viviendo. El ventanal daba acceso al balcón y observó a través del cristal el jardín de abajo, allí sus guardianes todavía no se percataban de su ausencia, hablaban entre ellos animadamente, incluso reían.

Nadie sospechaba que esa misma mañana había encontrado la forma de escapar de la silla en la que la ataban, en la que pasaba horas inmisericordes. Se encontraba ahora en el piso de arriba, llegó ayudándose de la barandilla, usó incluso sus manos en los escalones, al borde de caer en varias ocasiones, perdiendo el equilibrio, pero ahora estaba allí y no lo sabían. No había tiempo que perder, tenía que encontrar el tesoro. Hizo una rápida observación de su entorno mirando alrededor: una cama enorme, excesiva para su gusto, dos armarios muy altos y dos mesitas de noche, algo de ropa desperdigada por la habitación. Volvió a mirar por el ventanal, Carmen hablaba ahora con Mario, a veces su compañero, a veces su delator, no se fiaba de él. Sabía que Mario también estuvo atado a la silla antaño, pero ya no, ahora era el vínculo entre sus guardianes y ella. La buena noticia es que seguían ausentes de su escapada y tenía tiempo para encontrar el tesoro en aquella habitación enorme y llena de cajones ¿dónde lo tendrían escondido?.

Escuchó ruidos en la escalera y un súbito frío recorrió su espina dorsal. De pronto, en el umbral de la puerta apareció Shana, la perra que los guardianes tenían  amaestrada. Se miraron fijamente y ante el silencio de Mónica el animal dio un ladrido y bajó atropelladamente las escaleras. Desesperada miró por la ventana, la perra había alcanzado a Carmen y ladraba a su alrededor para llamar su atención. Ante la insistencia del can estuvieron acariciando su lomo, pero la guardiana era muy lista, algo en su rostro indicaba la intriga de aquel comportamiento del animal. Carmen quedó pensativa observando a Shana, se giró rápidamente y descubrió la silla vacía, gritó al mismo tiempo el nombre de Mónica, dio pasos en varias direcciones y siguió gritando. En cuestión de dos segundos alzó  la vista  y provocó el contacto visual entre  la guardiana y la escapista. Por instinto Mónica se apartó del cristal y un vértigo le alcanzó. Había perdido demasiado tiempo, debía encontrar el tesoro antes de que la atraparan. Buscó en los cajones de la primera mesita de noche, nada, no estaba allí. Tambaleándose rodeó como pudo la gran cama mientras oía su nombre en el piso de abajo, sin duda Carmen estaba cerca. Cayó al suelo, sobre la alfombra, pero retomó la verticalidad y llegó a la siguiente mesita mientras se escuchaban los pasos en la escalera. Y allí, en el primer cajón, estaba el tesoro, tan fantástico como necesario, tan idóneo como adictivo.

Cuando se volvió Carmen ya estaba en la habitación, le sonrió y ambas se miraron fijamente. Ella no se fiaba de su sonrisa, sabía que quería arrebatarle el tesoro.

-     Mónica, cariño no te metas eso en la boca, yo te llevaré de nuevo a la silla, no te hace falta, confía en mí.


Pero a Mónica le había costado mucho llegar hasta allí, estaba convencida de lo que tenía que hacer y lo hizo. Lentamente y sin dejar de mirar a Carmen, metió el chupete en su boca e inmediatamente un relajante sopor le alcanzó, descubriendo que eso y no otra cosa es lo que necesitaba. Carmen carcajeó con ganas y la cogió en brazos llenándola de besos y caricias. Mónica oía algo de la voz cálida y suave de su madre, algo de que hoy está todo permitido porque es su cumpleaños. Mientras bajaban la escalera el tesoro le ayudó a entrar en un maravilloso sueño.


[Relato presentado y mencionado en el concurso de Taller de Escritura de Radio Nacional de España. Octubre 2020]

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