Estarán conmigo que escaparse del
bochorno cuando se está inmerso en un contexto más o menos serio es muy
difícil. Por lo común aguantamos la mecha hasta el final rezando por su
brevedad y deseando no volver jamás a una situación semejante. Pues bien, en
compañía de mi madre suelo tener la desazón de que el escenario de posibles se
repite una y otra vez. No en lo cotidiano y conocido, sino precisamente cuando
el ambiente me ofrece algunas pistas, a saber como personas desconocidas o poco
tratadas, atmósfera de cierta seriedad, temática de respeto a terceros, etc.
Ésta historia verídica que les
escribo, de la que fui espectador y actor secundario, es una buena muestra de
cómo puede tornarse una situación de lo más normal, en el momento más
inesperado y con solo un gesto, hacia la vergüenza de todos los presentes.Dentro de unas semanas cumpliremos Ana y yo diez años de casados, ahí es nada. Hace pues más de diez años estuvimos buscando muebles para nuestro entrañable piso en la calle Puerto de Piedrafita. Nos paseamos por muchas casas de muebles de Sevilla y provincia, terminando por acceder a la oferta de Merkamueble; esto es porque entre Merkamueble y la empresa donde trabajaba mi padre, Tejidos Andalucía, existía un convenio por el que los empleados disfrutaban de un tres por ciento de descuento. Así que un día y para finalizar los trámites de la compra decidimos ir los cuatro, mis padres, Ana y yo, a la famosa nave situada camino de Alcalá de Guadaira.
Mi padre, siempre serio y formal
frente a compañeros de trabajo y colegas del mundo del comercio, iba saludando
mientras avanzábamos por el pasillo, entre salones, dormitorios y cuartos de
baño en exposición. Algunos nos lo presentaba con solemnidad y el señor o
señora nos dispensaba una hermosa sonrisa comercial. Mi madre a cada presentación
me hacía una observación jocosa de la persona recién conocida y ambos reíamos
disimuladamente. Que si aquella tendrá escocida la entrepierna (falda pantalón
holgada), que si este parece que está colgado de una percha (persona encorvada)
que qué buen culo tiene aquella para peerse a gusto (me temo que este no hace
falta que lo describa). En fin, lo normal en Lumi, mi madre.
Así que finalmente llegamos a la
zona de cortinas y tejidos de hogar donde se encontraba Pepe Moreno, contacto
de Paco, mi padre, en el comentado Merkamueble. Como todos los anteriores fue
presentado a todo el grupo, absteniéndose Lumi de hacer comentario alguno
debido a la cercanía de este señor. La conversación iba y venía sobre asuntos
comerciales, trabajos serios, confidencias graves entre compañeros, ya pueden
imaginarse. Nos acompañó este Pepe Moreno hasta otro comercial especializado en
muebles de salón y dormitorio, así que subimos un nivel más, si cabe, de
seriedad en el asunto. Y no solo porque era un perfecto desconocido, sino
también por la recomendación de un compañero de mi padre. Vamos todo de lo más
formal y circunspecto.
Cuando decidimos los enseres para
nuestro piso, el amable vendedor, encorbatado y bienpeinado, nos pidió
cortésmente que le acompañáramos a su mesa, donde nos gestionaría la financiación
del pedido en ciernes. Nos sentamos los cuatro en fila frente al comercial, de
izquierda a derecha: Ana, Lumi, servidor y Paco. Tenía este señor sobre la
mesa, además de grapadora, bolígrafos, folletos y muestras la típica cesta con
caramelos corporativos. Tengo que añadir que la canastilla estaba rebosante de
estos deliciosos azucarados. Mi padre atendía muy serio a las explicaciones,
cómo se iban a hacer los pagos, cuándo llegaría la mercancía, etc. En una de
estas explicaciones este señor, repartió la vista hacia todos los presentes
para dar un énfasis en su disertación.
Fue suficiente para la intervención de mi madre.
En el momento más inesperado,
porque estuvo en silencio hasta ese momento, pregunta Lumi al comercial:
-Perdone, ¿puedo coger caramelos? –y lo dijo con su sonrisa más
encantadora.
-Por supuesto señora, están para eso –contesta el vendedor.
-Ana, abre el bolso –anuncia Lumi con la mano extendida sobre la
cesta de caramelos.
Y hete aquí que Ana, no comprendo cómo, abre su bolso para que mi madre comience a rellenarlo con puñados de caramelos. Una y otra vez esa mano tan pequeña iba de la cesta al bolso llevando grupos de endulzados.
El comercial tenía los ojos tan abiertos
como los de la rana Gustavo y mi padre ¡ay mi padre! de momento su cara se
volvió tan roja como un pimiento y mirando hacia otro lado se tapó la boca con
la mano y le esuché balbucear aquella frase tan conocida:
“Sabiendo que me conocen aquí…”
Cuando apenas quedaban caramelos
en la canastilla y tenía que cogerlos de uno en uno agarró la cesta y la volcó
sobre el bolso de Ana. Apenas terminó, Lumi se volvió al vendedor y le hizo
gestos para que prosiguiera en su explicación. Yo no me lo podía creer, estaba
tan estupefacto como el comercial y Ana (ésta última intentaba contener esa
risa floja que a todos nos ha dado alguna vez). Paco no volvió la cara hasta
que tuvo que firmar, siguió colorado hasta el nacimiento del cabello como no lo
vi nunca. El buen señor terminó de vendernos los muebles y de seguro tuvo algo
que contar entre sus compañeros.
Ya en el coche, de vuelta a casa,
mi padre regañó, pataleó y discutió todo lo que pudo, a lo que mi madre dio por
zanjado el asunto con aquel también famoso “Yo
he pedido permiso antes de coger nada”. Ana y yo íbamos desternillados de
la risa. Mi mujer soltó algunos de los caramelos en el vehículo y hace unas
semanas encontré uno olvidado en la guantera, no pude por menos que reírme otro
rato. Y es que hay bochornos que son entrañables.
