Dedicado a l@s amantes
de lo cotidiano.
Pues sí, yo fui uno de ellos, uno
de esos que se pasaron de listo y sufrieron las consecuencias. Tengo que
confesar que en más de una ocasión, de ahí que lo escriba aquí, sino no habría
caso ni experiencias de las que ahora recuerdo con una sonrisa, pero que en su
momento fueron harto desagradables.
Y es que nunca he sabido
callarme, ni estarme quieto ante ciertos desajustes de fuerza, justicia o
verdades, y no es que sea un héroe, no que va, solo un listillo que cuando quiso
darse cuenta ya era tarde.
El primero fue tardío, a los 11
años cursaba mis estudios en la céntrica Academia Politécnica Sevillana, allá
en la plaza de San Martín, muy cerca de la Alameda, donde aún estaban en activo
aquellas prostitutas de sillas de enea, abanicos y chanclas; que cuando iba a
recoger la pelota embarcada me soltaban un “niño,
pasa rápido que me espantas los clientes” o un “mira que estirao, lo pronto que vas a venir por aquí, no te olvides de mí,
miarmaaaa” y esas lindezas de la calle Divina Enfermera. Yo pasaba con la
cabeza gacha, avergonzado por los comentarios, aunque sonriente porque aquellas
señoras me trataban como si mi niñez no fuera una barrera, porque su trato era
más cercano y amable que el de muchos compañeros de la escuela. Total, que mi tía
nos pagaba el colegio privado para que no nos formáramos en el del Polígono
Norte, dónde la droga y la delincuencia eran la norma. Eso no impedía que
hubiera allí también, aún con el pago mensual, gamberros de tomo y lomo. Yo
siempre me movía en los bajos fondos, cerca de los indeseables, pero con
aspecto de niño bueno, de ese que está en el sitio equivocado y esto me hacía
pasar desapercibido para propios y extraños. El caso es que como les digo, a
los 11 años existía en la Academia un matón de 13 llamado Vázquez, repetidor y
repetidor, con más cuerpo que un buey y con peor mala leche, maltratador de
todos los alumnos del centro y de algún maestro. Llevaba este medio hombre una
piara de acólitos a su alrededor allá donde iba, que le hacían de banda y que
le reían las risas, pegaban/robaban por él y, ojo al dato, le buscaban colillas
de tabaco para ofrecérselas. Porque Vázquez, aunque muy machote y muy mayor, no
tenía un duro para tabaco, así que aunque fumador empedernido tenía que
conformarse con lo que le caía por parte de sus allegados.
No sé cómo pasó, no sé por qué
aquella idea absurda y alocada llegó a parecerme una “buena idea”, pero lo
cierto es que me entretuve un buen rato en encontrar medio cigarro abandonado que
no estuviera pisoteado, otro buen rato en encontrar un excremento fresco de
perro (o gato vaya usted a saber), mojar la boquilla del pitillo allí y esperar
a que secase el tiempo justo en que pasaba Vázquez. Corría muchos riesgos sin
venir a cuento, por ejemplo que le llegase el nauseabundo olor, o que me
hubieran visto en mi delictivo acto, o que me diera a fumar primero, o mil
cosas que me pasaron de sien a sien. Me miró con cara extrañada, lo aceptó como
todos y se lo llevó a la boca para encenderlo. Con la primera bocanada me
invadió una satisfacción enorme, le sonreí (por el engaño) y él me devolvió la
sonrisa con un “gracias Rivero, no esperaba esto de ti”. Le di las gracias y me
encaminé al autobús que me llevaría de vuelta al Polígono Norte.
A la mañana siguiente, muy
temprano y antes de entrar a clase, alguien me comentó la siguiente noticia, “fulano de tal te vio mojar el cigarro en la
mierda y luego se enteró de que le habías dado una colilla a Vázquez” y lo
que fue peor y me heló la sangre, “fulano
se ha chivado a Vázquez y éste ha dicho que en el descanso del recreo te va a
machacar la cara”. Imaginen que tembleque de piernas, que escalofrío por la
espalda y que dolor de barriga instantáneo. Así que en el recreo hice lo que
tenía que hacer, correr como un pollo sin cabeza y esconderme como una
lagartija. Todo fue inútil, su banda bien sincronizada (no hay que desmerecer a
la técnica militar de aquellos matones) me atrapó en seguida y esperaron a que
llegara Vázquez. Alguien me contó luego que avisaron a mi hermano Francisco,
que debatía sobre la hipotenusa de la galaxia 4 con amigos de su alta alcurnia,
pero no llegó el aviso a tiempo (o eso prefiero recordar).
Me agarró por las solapas de la trenca,
me levantó dos palmos del suelo y me gritó muy cerca de la cara aquello de “¿tú sabes lo que has hecho, enano de mierda?”
y pronunciar aquella última palabra, que le devolvía a la boca aquello que
fumó, le enfadó aún más, así que levantó el brazo y, bueno además de
listillo soy un tipo con suerte, en ese momento el director, Juan Cabezas
apareció por la esquina y agarró a Vázquez por el cuello dándole empellones.
Los mirones, acólitos y otros indeseables se dispersaron inmediatamente. Mi buena
suerte no acabó ahí, pues a este medio hombretón lo expulsaron al poco por
problemas con la autoridad docente, así que mi fechoría quedó sin sangre, aún
no sé cómo.
Imagino que Vázquez tuvo luego
problemas mucho más serios que vengarse del “enano de mierda” o del “enano que
me dio la mierda”, pero durante algunas semanas cuando volvía de clase estuve
mirando mi retaguardia para no tener a mi espalda más que el Sol.
No crean que aquello trascendió
lo más mínimo, en la misma semana mi proeza había quedado en nada y yo volvía a
ser un gamberrete con cara de bueno, pero aquella experiencia me hizo andar con
paso firme y la cabeza bien alta por la calle Divina Enfermera.
Ya ven, me hubiera gustado
escribirles otra pasada de listillo de un servidor, pero se agota el papel
virtual al que les tengo acostumbrados, así que mejor guardo munición para la
próxima.
