Foto de Ignacio

Foto de Ignacio
Ignacio mismo

miércoles, 19 de marzo de 2014

Me llamo Ignacio o como ustedes quieran


Me llamo Ignacio, para más señas Ignacio Luis, y lo dejo por escrito no sea que Lumi, mi madre, me desherede por unos días como tiene por costumbre si olvido mi segundo nombre. Ignacio por parte de padrino (primo hermano de mi padre) y Luis por mi abuelo materno, guardia civil.

Para ser justos también le debo el nombre a San Ignacio de Loyola, fundador de la casa de Los Jesuitas. Soldado castellano de Azpeitia hasta que se lesionó de tal manera que no pudo seguir sus ansias violentas. Al gran Ignacio solo le quedaba la otra vía disponible para triunfar en la vida: el clero. Y vaya si lo consiguió, no sin poco sufrimiento. Sinceramente, no me une mucho a él, salvo el nombre y casi ni eso pues se llamaba realmente Iñigo.

Nada más empezar, en la E.G.B. que se impartía en la Academia Politécnica Sevillana, mi nombre se obvió y tanto docentes como alumnos pasaron a llamarme por mi primer apellido: Rivero. Así que Rivero esto, Rivero aquello, Rivero te voy matar en el recreo, Rivero suspendido por copiar, Rivero castigado con los pantalones bajados, que si Riveriño pestiño, y tal y cual. Casi olvidé en aquella época que una vez me llamé Ignacio.

También en aquellos años estudiantiles los tres hermanos tuvimos un sobrenombre en el hogar (no se me descojonen porque nos lo tomábamos como un insulto imperdonable entre consanguíneos): “Francisca La Gitana”, para el primogénito, por elegir unas botas de caña alta con un sospechoso tacón que rozaba la dignidad varonil. A mí me tocó “Ignacia La Guarra” por mis constantes requiebros a la ducha diaria y a lavarme las manos después de retozar en el asfalto sevillano. Y para el benjamín de la casa “Davida La Chula” (desconocíamos el femenino de David, que proporciona más injuria y escarnio al apodo) por sus insultantes chivatazos al gobierno regente (mis padres) y posterior recochineo en nuestras puñeteras caras.

Ya en el instituto, y con los ahorros que me permití dibujando planos para un falso arquitecto, compré un ciclomotor que fielmente me llevaba hasta Heliópolis, justo enfrente del estadio del Real Betis. De resultas que aparcaba la moto con las piernas desplegadas como un avión y que mi peinado por entonces se basaba en un flequillo levantado hacia atrás (como si fuera a 100 km/h en todo momento) algunos y algunas trataron de apodarme “El Velocidad”, pero ya les digo que no tuvo mucho éxito el intento.

Así seguí hasta que llegué al servicio militar, donde me distinguieron con los galones de cabo, no por mis cualidades castrenses, sino porque era el único que sabía escribir a máquina. En el cuartel, entre guardia y refuerzos perdí nombre y apellidos y pasé a ser conocido por todos como el “Cabo Nacho”, terror del futbolín de la cantina, supervisor de la comida sisada por el subteniente y controlador de los canutos que se fumaban en los baños de la compañía (vamos que les avisaba cuando llegaba el suboficial).

Y en el terreno de las erratas tengo una sublime. Desde la Cartoteca de la Universidad Autónoma de Barcelona (gracias Marta)  tuvieron el detalle de enviarme el primer tomo de "Yo, Dragón", última obra del gran artista del cómic Juan Giménez. Y no solo eso, el artista plasmó de puño y letra una dedicatoria: "Para Ignancio", sí, tal como lo leen.

A partir de ahí salvo algún “Nachete” o “Nacho” que algunos se empeñan en usar y el “Ignasito” que mi madre sigue usando, todos me conocen por Ignacio, o a lo sumo “Ignacio de cartografía”, por mi puesto de trabajo.

Recientemente se ha producido un salto cualitativo: he entrado en el terreno del ciberespacio. Estaba leyendo hace algún tiempo el libro de Claudia Casanova titulado “La dama y el dragón”, dónde puede uno deleitarse con la edad media en la frontera francesa entre Inglaterra y Francia (sí, Inglaterra en la época de los Plantagenet tenían territorios en Francia). La novela centra gran parte de la trama en un château llamado Sainte-Noire. Pues bien, en el mismo momento que leía estas páginas me registré en un juego on-line muy difundido por internet. Como dudaba en poner mi nombre real en el registro decidí inscribirme con el nombre del château de la novela, pero en el momento de hacerlo lo escribí mal, sustrayendo una “e”: Saint_Noire (el francés nunca ha sido mi fuerte, al igual que el chino mandarín). Pues bien, en el universo virtual de internet, donde hablamos por micrófonos y escuchamos por auriculares, soy conocido como “El Saint”, desde Praga a Isla Cristina.

Ya ven, que uno no se libra de los sobrenombres del destino, pequeños actos y ya no te llamas igual. A estas alturas solo me pregunto cuál será el próximo que me tocará o cual será el definitivo con el que me llamará Caronte.