Cada mañana recorro la distancia desde el Prado de San
Sebastián hasta la plaza Jerónimo de Córdoba en bici, sí en aquellas bicicletas
del Ayuntamiento. Nada más salir a la calle me saluda una brisa fresca que
anuncia un buen día, y debe serlo ante la posibilidad de firmar un nuevo
contrato de ascenso.
Cuando llego a la parada de bicicletas en seguida veo el guiño de la que
usaré, aparcada en el número uno, no le faltan la cadena ni pedales e incluso
el sillín está perfecto para mi estatura. Todo va bien, como cabe esperar en un
día como este. Así que selecciono en mi MP3 la melodía de J’y Suis Jamais Alle
y comienzo a volar encima de mi bicicleta, tan suave tan ideal que mi humor va
refrescándose como la mañana.
Como todos los días a esta hora me voy cruzando en la ruta
con otros ciclistas. Es entonces cuando, como Jaroslav Smoljak en Verdún, voy
inventando historias para ellos, que de verlos cada mañana una y otra vez se me
hace extraño no conocerlos.
Como la pareja de ancianos orientales, él conduce y ella va
sentada detrás en el trasportín, cruzada de lado con las piernas hacia la
izquierda de la bici. Zhou y Hai se conocieron de niños en su China natal, cuando
a él la enfermedad de sus piernas le impidió asistir al colegio. Fue entonces
cuando Hai con tan solo 8 años llegó a casa de su compañero con la bicicleta de
su padre, entró a través del patio y descubrió a un Zhou abatido en una silla,
mirando con frustración sus extremidades inferiores. Nadie habló entonces, solo
aquella niña delgada y de mirada tierna ayudó a su amado Zhou a montar en el
asiento de atrás y con un esfuerzo tremendo impulsó con cada pedalada el cuerpo
de su amigo. Nadie impidió ni aplaudió el gesto, solo el abuelo Yi incidió en
aquella frase de “es de sentido común que el mar lleve al barco hasta el muelle”.
Todas las mañanas Hai pasaba por casa de Zhou con la bicicleta y lo montaba con
extremo cariño, devolviéndolo después de clases al patio de su familia, durante
todos los años que duró su enfermedad. Cuando emigraron a Europa consiguieron
establecerse con su negocio de artículos de bazar en el barrio de Bami. Al
vivir en la Macarena cruzan en bicicleta la gran distancia a diario, pero
ahora Zhou es quien pedalea para Hai.
Ahora me cruzo con una pareja que siempre está de pie en la
esquina del restaurante Becerrita, imagino otra vez nombres para ellos, Susana y Antonio. Antonio está enamorado de Susana desde que la vio por primera vez.
Ambos esperan que sus compañeros de trabajo los recojan para ir a la jornada
diaria, él en una imprenta familiar, ella es administrativa en un estudio de
arquitectura. Antonio siempre llega antes de la hora con la esperanza de que
ella se adelante igualmente y puedan hablar más tiempo, pero Susana en su
puntualidad siempre desanima al impresor Antonio. Aunque en su trabajo de imprenta todo
debe estar organizado y localizado para que los procesos sean eficaces, Antonio
descubre un placer nuevo cada día en desorganizar. Por eso nunca llega a la
misma hora en la esquina del restaurante Becerrita, ni usa el mismo atuendo, ni
usa las mismas palabras y conversaciones. Susana sin embargo es una maniática
del orden en casa, la ropa de invierno y la de verano no pueden mezclarse, los
detergentes siempre en el mueble justo encima del microondas y le incomoda
mucho que las tazas de café se empeñen en mezclarse con las de té, cuando es
bien sabido que son rivales en el mundo de los desayunos y sobremesas. A Susana sus modales calculados le ayudan a mantener las distancias que el impresor se
empeña en cruzar, como preguntarle por su perfume, a qué hora pone el
despertador o si suele ver el canal cocina por las mañanas, porque él usa un
aroma distinto cada día, el despertador lo adelanta o atrasa la noche anterior
y al levantarse según le vengan en gana enciende la radio, televisión o revisa
las noticias por internet. Susana se empeña en distanciarse y no quiere
reconocer que la sonrisa que aflora ahora en su cara la ha impreso Antonio.
Ya veo de lejos a Ramón, sé que es vecino de Rochelambert
porque lo he visto en el barrio. Trabajaba en el café Alcázares, también lo sé
porque tomé allí alguna vez mi media tostada con aceite y azúcar y mi inmutable
té. No era el trabajo de su vida, por su puesto, pero tenía su encanto desde que
se mudó de alquiler a la calle Regina, tan viva y con tanto bullicio de ir y
venir de vecinos. A Ramón el centro de Sevilla le parece de lo más romántico,
si por él fuera viviría allí toda su vida, yendo y viniendo entre las gentes,
las tiendas y los bares. Por las mañanas se preparaba un café, el mejor de los
que hacía en el bar para toda la jornada y con él salía a la acera a ver pasar los
repartidores, viendo como Sevilla despierta entre olores y sonidos cotidianos.
Ramón es un artista, pero por el momento tuvo que escoger aquel trabajo de
camarero para vivir, pero qué importaba si vivía en la calle Regina. Dibujaba
escenas y bodegones en servilletas de papel mientras las comandas volaban a su
alrededor, comandas que él no soporta, carentes de arte y de sentido para
Ramón. Pero ahora todo eso quedó atrás, ahora ha conseguido alquilar un pequeño
taller en la calle Luis Montoto donde las horas frente al lienzo le dan la vida
soñada. Hoy va a terminar su último cuadro, una perspectiva frontal desde la
plaza de la Encarnación, centrado en el café Alcázares, donde un camarero
vestido de negro sorbe un delicioso café en el despertar de Sevilla. Esta obra
no es un encargo, es para él, para una de las paredes vacías de su taller.
Sonriendo en mis invenciones atravieso la Puerta Osario y
entro a una velocidad de vértigo en la calle Escuelas Pías. Ni un solo semáforo
ha detenido mi vuelo, no hay charcos ni basura en el camino. Hoy debe ser el
día, hoy seguro que firmaré el contrato, además es viernes qué demonios, todo
va a ir bien. Y mientras me animo en estos pensamientos observo como mi
compañero Joaquín sale caminando del garaje. Y entonces pedaleo con más ímpetu,
la bicicleta no se queja y empieza a rodar a una velocidad endiablada, deseo
llegar a tiempo para, después de aparcar la bici, darle unos buenos días lleno
de buenas intenciones. Lo veo en la puerta de la empresa, fumando un cigarrillo
antes de entrar, voy preparando mi mejor sonrisa y pensando en el regalo que le
voy a hacer al dedicarle mis mejores deseos por la mañana. Cuando me saluda
Joaquín tiene el rostro plomizo, sus buenos días son carentes de expresión y
mira al suelo mientras me los susurra. Y ahora caigo en su desánimo, lleva
veinte años esperando un ascenso que nunca llega, un reconocimiento que no le
alcanza porque alguien lo aparta de sus pensamientos como a una mosca que se empeña molestar los oídos. Nuestros
rostros se han cruzado en la puerta como las dos caras de una moneda y en mi
MP3, que ha avanzado hasta la mitad del disco, ahora suena Guilty.