Hacía ya tiempo que los jueves se
habían convertido en el día de reunión, cónclave de amigos en el Fenomená, auténtico bar de barrio. El
nombre real del sitio es otro, pero cuando lo conocimos y empezamos a frecuentarlo
tenía aquel soniquete tan particular y tan andaluz. Tanto es así que han sido
inútiles los nombres que le hayan puesto posteriormente, para nosotros siempre
será el Fenomená. Como es habitual
tomamos unas cervezas con tapas y un combinado de postre, pero al cierre de la
afamada taberna decidimos trasladar la reunión a un bar de copas al final de la
avenida de Los Gavilanes, justo antes del parque Amate.
El local es una discoteca, pub,
disco bar o como quiera llamársele, estaba oscuro y con la música a niveles
rompetímpanos, pero nada de eso importaba por estar juntos otra vez. Me precio
de saber cuándo es el momento de retirarme, cual es la última copa o incluso el
último sorbo y esta vez llegué al punto límite para levantarme y despedirme.
Sorteé una serie de andanadas insistentes para que me quedara un rato más, pero
mi sentido común me hablaba también de las horas de sueño que restaban. Incluso
mi amigo Holandés se ofreció a llevarme en coche pasados unos minutos, pero
tampoco accedí, ¡ay! no sabía yo lo que me iba a acordar de aquel ofrecimiento.
Tenía desde hacía unos meses mi
carné municipal de bicicletas, por un precio cómodo podía acceder a las
numerosas bicis del ayuntamiento y con una estupenda red de carriles de tránsito.
Las paradas están diseminadas por toda Sevilla, aunque no siempre están donde
desearíamos. Así que como les contaba salí del disco bar, manteniendo el
equilibrio a duras penas e inmediatamente fui consciente de que el alcohol
estaba haciendo mella en mi equilibrio y mi raciocinio humanoide. Nada más
salir por la puerta vi la parada de bicicletas municipales. No me pregunten por
qué, pero me pareció buena idea volver a casa pedaleando, como si fuera poco
esfuerzo hacerlo andando, con la que llevaba encima. El caso es que más pronto
que tarde me vi encima de la máquina de pedalear que estaba durísima percatándome
al cabo de que iba en la marcha más alta, la número tres y con media sonrisa la
bajé al uno. Nada. Seguía más dura que el cerrojo de un penal. Cuando subía la
avenida de los Gavilanes ya llevaba los muslos cargados y al ver la parada en
la esquina con Puerto del Escudo deseché la idea de aparcar, en la esperanza de
encontrarme una estación cerca de mi vivienda. Llegaba ya a la altura de mi
casa y nada, no veía la estación, un sudor frío recorrió mi nuca y mi espina
dorsal “mira que si no hay paradas aquí” pensé. En vez de volver hasta la
estación anterior seguí subiendo la cuestecilla para llegar a la avenida de Su
Eminencia, con las piernas a punto de reventar y el alcohol pasando de mis
vasos sanguíneos a la piel en forma de sudor. Ay, que fatiguita madre mía. Miré
el reloj, aún podía volver a Puerto del Escudo antes de que me vieran –Dios mío
que vergüenza si me ven- mis amigos de reunión. Pero qué diablos, seguí
pedaleando hasta llegar al cruce. Rediós que no había ni una parada a la vista. Jadeando
miré hacia la izquierda, nada por allí solo la SE-30, a la derecha ¡la avenida
de Hytasa!, seguro que allí existía la salvación, estaba lejos y tendría que
volver andando, más lejos incluso que desde el disco bar a mi casa, pero claro
uno no piensa con claridad, la ginebra lo hace por uno. Y allí iba yo, por la
avenida de Su Eminencia, haciendo eses, sudando como un pollo y con los
músculos de las piernas sin sentirlos. ¿A qué adivinan cuantas paradas había en
el cruce con la avenida de Hytasa?, efectivamente, cero. Que desesperación, que
madrugada más cansada, que idiotez a cada minuto que pasaba.
La primera decisión correcta de
todo el viaje fue la de volver atrás, a la estación de Puerto del Escudo. Si
tenía la desgracia de que me vieran mis compañeros, pues nada a aguantar la guasa. Así que, otra
vez avenida de Su Eminencia y luego, más muerto que vivo y empapado en sudor,
torcí a la izquierda a la avenida de los Gavilanes. En el momento que pasaba
por segunda vez por la puerta de mi casa, sin posibilidad de acostarme con los
pies en alto en mi mullida cama, tuve la enorme tentación de dejar de pedalear
y de una patada voladora mandar la bicicleta a la Isla de la Cartuja. Podría
llamar al día siguiente al servicio de bicicletas de Sevilla (Sevici) y preguntarle al operador “¿Cuánto vale la
bicicleta?”, “¿qué bicicleta?” preguntaría el telefonista, “la de Jean Claude
Vandame, que de eso tiene las piernas
como un hipopótamo, la que me tocó ayer de madrugada”.
Cuando estaba aparcando la
bicicleta ya no era persona, los pies eran dos besugos, las piernas no estaban,
las gafas en la punta de la nariz, el sobaco descolgado o algo peor y la ropa
empapadísima en un sudor frío y desagradable. Miré en rededor para esconderme
si pasaba algún amigo rezagado. Me acordé de Pepe da Rosa y su historia de los
zapatos nuevos, aquellos que se compró un número menos y decidió volver a casa
andando, decía en su cuento que creía tener metidos los pies en dos copitas de
coñac.
Temblándome las rodillas llegué a
mi cama, me desprendí de toda la ropa y con tono de reprobación el despertador
me escupió las cuatro horas que me quedaban de sueño. No podía creer la
estupidez de toda la noche, con lo a gustito que estaba hacía solo una hora
antes, maldito el momento en que se me ocurrió nada. Antes de quedarme dormido
como un lirón, escuché a Ana, mi mujer, a mi lado decirme “Con la hora que es,
ya te puedes ir a aparcar el coche al trabajo”. Ya ven, me lo tenía merecido, pero
hubiera sido peor que me deseara ir a trabajar en bicicleta ¿no creen?
Sevilla, octubre de
2011.