Foto de Ignacio

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Ignacio mismo

lunes, 10 de octubre de 2011

Un jueves de bicicleta


Hacía ya tiempo que los jueves se habían convertido en el día de reunión, cónclave de amigos en el Fenomená, auténtico bar de barrio. El nombre real del sitio es otro, pero cuando lo conocimos y empezamos a frecuentarlo tenía aquel soniquete tan particular y tan andaluz. Tanto es así que han sido inútiles los nombres que le hayan puesto posteriormente, para nosotros siempre será el Fenomená. Como es habitual tomamos unas cervezas con tapas y un combinado de postre, pero al cierre de la afamada taberna decidimos trasladar la reunión a un bar de copas al final de la avenida de Los Gavilanes, justo antes del parque Amate.

El local es una discoteca, pub, disco bar o como quiera llamársele, estaba oscuro y con la música a niveles rompetímpanos, pero nada de eso importaba por estar juntos otra vez. Me precio de saber cuándo es el momento de retirarme, cual es la última copa o incluso el último sorbo y esta vez llegué al punto límite para levantarme y despedirme. Sorteé una serie de andanadas insistentes para que me quedara un rato más, pero mi sentido común me hablaba también de las horas de sueño que restaban. Incluso mi amigo Holandés se ofreció a llevarme en coche pasados unos minutos, pero tampoco accedí, ¡ay! no sabía yo lo que me iba a acordar de aquel ofrecimiento.

Tenía desde hacía unos meses mi carné municipal de bicicletas, por un precio cómodo podía acceder a las numerosas bicis del ayuntamiento y con una estupenda red de carriles de tránsito. Las paradas están diseminadas por toda Sevilla, aunque no siempre están donde desearíamos. Así que como les contaba salí del disco bar, manteniendo el equilibrio a duras penas e inmediatamente fui consciente de que el alcohol estaba haciendo mella en mi equilibrio y mi raciocinio humanoide. Nada más salir por la puerta vi la parada de bicicletas municipales. No me pregunten por qué, pero me pareció buena idea volver a casa pedaleando, como si fuera poco esfuerzo hacerlo andando, con la que llevaba encima. El caso es que más pronto que tarde me vi encima de la máquina de pedalear que estaba durísima percatándome al cabo de que iba en la marcha más alta, la número tres y con media sonrisa la bajé al uno. Nada. Seguía más dura que el cerrojo de un penal. Cuando subía la avenida de los Gavilanes ya llevaba los muslos cargados y al ver la parada en la esquina con Puerto del Escudo deseché la idea de aparcar, en la esperanza de encontrarme una estación cerca de mi vivienda. Llegaba ya a la altura de mi casa y nada, no veía la estación, un sudor frío recorrió mi nuca y mi espina dorsal “mira que si no hay paradas aquí” pensé. En vez de volver hasta la estación anterior seguí subiendo la cuestecilla para llegar a la avenida de Su Eminencia, con las piernas a punto de reventar y el alcohol pasando de mis vasos sanguíneos a la piel en forma de sudor. Ay, que fatiguita madre mía. Miré el reloj, aún podía volver a Puerto del Escudo antes de que me vieran –Dios mío que vergüenza si me ven- mis amigos de reunión. Pero qué diablos, seguí pedaleando hasta llegar al cruce. Rediós que no había ni una parada a la vista. Jadeando miré hacia la izquierda, nada por allí solo la SE-30, a la derecha ¡la avenida de Hytasa!, seguro que allí existía la salvación, estaba lejos y tendría que volver andando, más lejos incluso que desde el disco bar a mi casa, pero claro uno no piensa con claridad, la ginebra lo hace por uno. Y allí iba yo, por la avenida de Su Eminencia, haciendo eses, sudando como un pollo y con los músculos de las piernas sin sentirlos. ¿A qué adivinan cuantas paradas había en el cruce con la avenida de Hytasa?, efectivamente, cero. Que desesperación, que madrugada más cansada, que idiotez a cada minuto que pasaba.

La primera decisión correcta de todo el viaje fue la de volver atrás, a la estación de Puerto del Escudo. Si tenía la desgracia de que me vieran mis compañeros, pues nada a aguantar la guasa. Así que, otra vez avenida de Su Eminencia y luego, más muerto que vivo y empapado en sudor, torcí a la izquierda a la avenida de los Gavilanes. En el momento que pasaba por segunda vez por la puerta de mi casa, sin posibilidad de acostarme con los pies en alto en mi mullida cama, tuve la enorme tentación de dejar de pedalear y de una patada voladora mandar la bicicleta a la Isla de la Cartuja. Podría llamar al día siguiente al servicio de bicicletas de Sevilla (Sevici)  y preguntarle al operador “¿Cuánto vale la bicicleta?”, “¿qué bicicleta?” preguntaría el telefonista, “la de Jean Claude Vandame, que de eso  tiene las piernas como un hipopótamo, la que me tocó ayer de madrugada”.

Cuando estaba aparcando la bicicleta ya no era persona, los pies eran dos besugos, las piernas no estaban, las gafas en la punta de la nariz, el sobaco descolgado o algo peor y la ropa empapadísima en un sudor frío y desagradable. Miré en rededor para esconderme si pasaba algún amigo rezagado. Me acordé de Pepe da Rosa y su historia de los zapatos nuevos, aquellos que se compró un número menos y decidió volver a casa andando, decía en su cuento que creía tener metidos los pies en dos copitas de coñac. 

Temblándome las rodillas llegué a mi cama, me desprendí de toda la ropa y con tono de reprobación el despertador me escupió las cuatro horas que me quedaban de sueño. No podía creer la estupidez de toda la noche, con lo a gustito que estaba hacía solo una hora antes, maldito el momento en que se me ocurrió nada. Antes de quedarme dormido como un lirón, escuché a Ana, mi mujer, a mi lado decirme “Con la hora que es, ya te puedes ir a aparcar el coche al trabajo”. Ya ven, me lo tenía merecido, pero hubiera sido peor que me deseara ir a trabajar en bicicleta ¿no creen?

Sevilla, octubre de 2011.

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