Foto de Ignacio

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Ignacio mismo

miércoles, 3 de abril de 2013

Avispas


Supongo que la primera vez que mis padres lo vieron tuvo que ponerles alerta. Cuando se nace alérgico a las picaduras de insectos no te das (o se dan) cuenta hasta que no recibes tu bautizo, tu primer picotazo. Imagino a mis progenitores mirando con asombro la hinchazón desmesurada y caliente que iría creciendo hasta límites insospechados.

De ahí mi fobia a las avispas, esas patilargas rayadas que vuelan como si no le importáramos un pimiento, pero que a la mínima ¡ay! estás aguijoneado. ¿Por qué fobia a ellas y no a otros insectos? La razón se encuentra en la finca de Alcalá de Guadaira donde pasé aquellos veranos de la infancia.

Como ya he contado en alguna ocasión la finca tenía dos albercas de acumulación de aguas para regadío. La mayor hacía a su vez las funciones de piscina con el agua límpida y helada del pozo. Pues bien, para llegar desde la casa familiar hasta la alberca-piscina existía un camino que paliaba los rayos del Sol con un emparrado. Estas parras tenían la sana costumbre de llenarse de uvas, las cuales eran un manjar para las avispas y abejorros. Mientras que mis hermanos paseaban tranquilamente hasta el baño helado, yo corría como si me persiguiera el demonio, y hasta que no me encontraba al otro lado de aquel pasillo infernal no dejaba de galopar mi corazón.

El caso es que todo el territorio estaba infestado de estos desagradables insectos. Anidaban en los rincones de los edificios, en los bordes de los cipreses y bebían en los pilones de las bestias. Recuerdo que no había portal de edificio por el que pudiera entrar tranquilo, siempre de un salto, oyendo a mi alrededor el zumbido de sus alas que me provocaban pánico. Si el edificio era de poco cuidado, como el establo de las vacas, era peor, pues nadie se preocupaba de quitar de vez en cuando los panales.

Pero no siempre escapaba de sus aguijones, me picaron docenas de veces, ahora bien, tuvieron el cuidado de picarme de una en una. Dos o más picaduras simultáneas y corriendo al hospital más cercano, una o dos en cuello o lengua y adiós muy buenas.
 
Así que para mí jugar al escondé (el escondite) tenía doble dificultad. No sólo buscaba un buen lugar donde no ser visto, además que estuviera “limpio” de avispas. Una de tantas veces me acuclillé junto a un ciprés, era un sitio estupendo y  a la sombra del implacable Sol del verano. Observaba como mis hermanos y primos corrían y buscaban mientras yo, protegido por la vegetación les vigilaba. Un sudor frío me recorrió la columna cuando descubrí junto a mi cara un panal esférico, repleto de furiosas avispas. Mantuve la calma no sé cómo y me levanté lentamente, puse un pie delante de otro muy despacio y comencé una huida ridícula, como a cámara lenta, pensando pasar de este modo inadvertido. Solo cubría mis vergüenzas con un bañador así que el terrible insecto lo tuvo fácil cuando a dos metros del panal sentí el pinchazo y la quemazón instantánea en el muslo. Mis padres aplicaron el remedio casero de siempre, barro de vinagre sobre la picadura secado al Sol, dicho sea de paso tengo el olor a tierra avinagrada metido en la cabeza de por vida y relacionado con momentos de dolor y miedo. El caso es que la hinchazón no se contuvo, así que me vistieron rápidamente y me llevaron a Sevilla, pero una vez allí la inflamación era tal que tuvieron que cortar a tijeretazos los pantalones. Una roncha rosada y ardiente de unos 15 cm de largo y un muslo inflamado fue el recuerdo que me llevé de aquella tarde.

Me picaron en casi todas partes, en la cara, en todas las extremidades, en un costado. Y siempre el mismo remedio rápido: barro de vinagre aplicado directamente sobre la picadura.

Un día mi padre se apiadó de mi existencia. Me levanté por la mañana y lo vi con dos cañas de las que usábamos para coger higos chumbos. Estas cañas están rajadas en su extremo y abiertas con un canto para manipular el fruto de la chumbera sin pincharse con las espinas. Así que empapó un trapo en gasoil y lo colocó con una cuerda de cáñamo en la punta del instrumento. “Apártate y vete bien lejos que esto se va a poner bonito de avispas” me dijo. Por todos era sabido que una avispa irritada (se decía que las irritaba el calor, por este motivo picaban más en verano a mediodía y en las primeras horas de la tarde) aguijoneaba sin mirar a quién y varias veces, y mi padre las iba a enfadar hasta límites peligrosos. La expectación era importante, solo mis hermanos podían estar cerca del acontecimiento. Yo miraba desde el garaje, por encima del Seat 131 de mi tío, para prevenir que cualquier insecto se acercara con las fuerzas suficientes. Me armé con un bolo de plástico y observé como mi padre y el contratado de la finca encendían los trapos empapados, pronto un humo negro  invadió los panales provocando la caída masiva de insectos, sus cuerpos laxos llenaban el suelo del porche. Algunas escapaban sorprendentemente pero a los pocos metros caían inertes al embaldosado cerámico, otras aún movían sus cuerpecitos que eran aplastados por mi vengativo bolo. Poco a poco y de panal en panal fueron limpiando la finca mientras un sentimiento de satisfacción y venganza me invadía el corazón.

Pero como uno no aprende ni a picotazos, también recuerdo que mis hermanos y yo capturábamos avispas a primera hora de la mañana (cuando aún no están enfadadas) y les arrancábamos las alas, luego las soltábamos en las cercanías de un hormiguero seleccionado y observábamos la lucha encarnizada. El final de la batalla era siempre el mismo, muchas hormigas morían atravesadas por el abdomen asesino del insecto rayado, pero inevitablemente arrastraban hacia las profundidades a su nuevo alimento mientras pataleaba incesantemente. Mis hermanos corrían luego a por otra avispa o a jugar en otro lugar, pero yo me quedaba siempre degustando el recuerdo vengativo que acababa de presenciar.

¿Remedios para que no te piquen y que nunca sirvieron?, todos. Créanme cuando les digo que no funciona el barro de vinagre, ni morderse la lengua, ni quedarse quieto como estatua de Boteros o correr como alma que lleva el diablo. Lo único que funciona es no estar allí cuando están con la “inrritación del calor”.

En estos últimos años solo recibo picotazos de mosquitos, mientras al resto de mortales les supone una molestia de un día o dos a mí me resulta una hinchazón desmesurada y un escozor por dos semanas, festivos incluidos. Cuando viajo siempre llevo conmigo un anti-mosquitos eléctrico y una crema repelente, para evitar cualquier succión nocturna.

Estoy por crear una plataforma pro libélulas, esas encantadoras criaturas que les da por comer avispas cuando les entra apetito o promover a los murciélagos comedores de mosquitos. Si como he oído por ahí a alguno decir “más cornás da el hambre”, yo les escribo “más picotazos da la vida”.