Supongo que la primera vez que
mis padres lo vieron tuvo que ponerles alerta. Cuando se nace alérgico a las
picaduras de insectos no te das (o se dan) cuenta hasta que no recibes tu
bautizo, tu primer picotazo. Imagino a mis progenitores mirando con asombro la
hinchazón desmesurada y caliente que iría creciendo hasta límites
insospechados.
De ahí mi fobia a las avispas,
esas patilargas rayadas que vuelan como si no le importáramos un pimiento, pero
que a la mínima ¡ay! estás aguijoneado. ¿Por qué fobia a ellas y no a otros
insectos? La razón se encuentra en la finca de Alcalá de Guadaira donde pasé
aquellos veranos de la infancia.
Como ya he contado en alguna
ocasión la finca tenía dos albercas de acumulación de aguas para regadío. La
mayor hacía a su vez las funciones de piscina con el agua límpida y helada del
pozo. Pues bien, para llegar desde la casa familiar hasta la alberca-piscina
existía un camino que paliaba los rayos del Sol con un emparrado. Estas parras
tenían la sana costumbre de llenarse de uvas, las cuales eran un manjar para
las avispas y abejorros. Mientras que mis hermanos paseaban tranquilamente
hasta el baño helado, yo corría como si me persiguiera el demonio, y hasta que
no me encontraba al otro lado de aquel pasillo infernal no dejaba de galopar mi
corazón.
El caso es que todo el territorio
estaba infestado de estos desagradables insectos. Anidaban en los rincones de
los edificios, en los bordes de los cipreses y bebían en los pilones de las
bestias. Recuerdo que no había portal de edificio por el que pudiera entrar
tranquilo, siempre de un salto, oyendo a mi alrededor el zumbido de sus alas
que me provocaban pánico. Si el edificio era de poco cuidado, como el establo
de las vacas, era peor, pues nadie se preocupaba de quitar de vez en cuando los
panales.
Pero no siempre escapaba de sus
aguijones, me picaron docenas de veces, ahora bien, tuvieron el cuidado de
picarme de una en una. Dos o más picaduras simultáneas y corriendo al hospital
más cercano, una o dos en cuello o lengua y adiós muy buenas.
Me picaron en casi todas partes,
en la cara, en todas las extremidades, en un costado. Y siempre el mismo
remedio rápido: barro de vinagre aplicado directamente sobre la picadura.
Un día mi padre se apiadó de mi
existencia. Me levanté por la mañana y lo vi con dos cañas de las que usábamos
para coger higos chumbos. Estas cañas están rajadas en su extremo y abiertas
con un canto para manipular el fruto de la chumbera sin pincharse con las
espinas. Así que empapó un trapo en gasoil y lo colocó con una cuerda de cáñamo
en la punta del instrumento. “Apártate y vete bien lejos que esto se va a poner
bonito de avispas” me dijo. Por todos era sabido que una avispa irritada (se
decía que las irritaba el calor, por este motivo picaban más en verano a
mediodía y en las primeras horas de la tarde) aguijoneaba sin mirar a quién y
varias veces, y mi padre las iba a enfadar hasta límites peligrosos. La
expectación era importante, solo mis hermanos podían estar cerca del
acontecimiento. Yo miraba desde el garaje, por encima del Seat 131 de mi tío,
para prevenir que cualquier insecto se acercara con las fuerzas suficientes. Me
armé con un bolo de plástico y observé como mi padre y el contratado de la
finca encendían los trapos empapados, pronto un humo negro invadió los panales provocando la caída
masiva de insectos, sus cuerpos laxos llenaban el suelo del porche. Algunas
escapaban sorprendentemente pero a los pocos metros caían inertes al
embaldosado cerámico, otras aún movían sus cuerpecitos que eran aplastados por
mi vengativo bolo. Poco a poco y de panal en panal fueron limpiando la finca
mientras un sentimiento de satisfacción y venganza me invadía el corazón.
Pero como uno no aprende ni a
picotazos, también recuerdo que mis hermanos y yo capturábamos avispas a
primera hora de la mañana (cuando aún no están enfadadas) y les arrancábamos
las alas, luego las soltábamos en las cercanías de un hormiguero seleccionado y
observábamos la lucha encarnizada. El final de la batalla era siempre el mismo,
muchas hormigas morían atravesadas por el abdomen asesino del insecto rayado,
pero inevitablemente arrastraban hacia las profundidades a su nuevo alimento
mientras pataleaba incesantemente. Mis hermanos corrían luego a por otra avispa
o a jugar en otro lugar, pero yo me quedaba siempre degustando el recuerdo
vengativo que acababa de presenciar.
¿Remedios para que no te piquen y
que nunca sirvieron?, todos. Créanme cuando les digo que no funciona el barro
de vinagre, ni morderse la lengua, ni quedarse quieto como estatua de Boteros o
correr como alma que lleva el diablo. Lo único que funciona es no estar allí
cuando están con la “inrritación del
calor”.
En estos últimos años solo recibo
picotazos de mosquitos, mientras al resto de mortales les supone una molestia de
un día o dos a mí me resulta una hinchazón desmesurada y un escozor por dos
semanas, festivos incluidos. Cuando viajo siempre llevo conmigo un anti-mosquitos
eléctrico y una crema repelente, para evitar cualquier succión nocturna.
Estoy por crear una plataforma
pro libélulas, esas encantadoras criaturas que les da por comer avispas cuando
les entra apetito o promover a los murciélagos comedores de mosquitos. Si como
he oído por ahí a alguno decir “más
cornás da el hambre”, yo les escribo “más
picotazos da la vida”.

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