El público admira desde las alturas cómo con la espada inmisericorde alcanzas mi corazón a través de la clavícula. Es el momento esperado, destino inevitable que es ansiado por todos, pero no por nosotros. Tiemblas y lloras tras tu yelmo mientras me matas pero me nombras tres veces antes de empujar el hierro a través de la carne y eso me reconforta, me eleva sobre la arena caliente y las gradas del anfiteatro.
Itálica es ahora aquella sombra que
se diluye en el tiempo, aquel camino de cipreses que no termina de mostrar el
horizonte, esquivo el recuerdo de penetrar en tus muros tras los que todo
comienza y todo termina. El graderío desconoce nuestra niñez con alientos a
cocinas, cuero y metal. Primeros pasos entre monstruos enormes que sudaban,
comían y reían para espantar el cielo oscuro y evitar que depositen las monedas
de sangre y muerte.
En aquella perfecta hermandad de
la adolescencia nos separaron con armaduras distintas, tú tracio y yo murmillo,
gladiadores enemigos allí abajo, en la arena. No pudieron, sin embargo, apartar
nuestro lazo invisible e incondicional, nuestro refugio silencioso, donde el
destino luctuoso no podía entrar.
Salimos de vientres distintos, en
la adversidad nos hermanamos como cachorros y cuando apenas habíamos atravesado
el Rubicón de ser hombres nos emparejaron en la lucha a muerte. Somos la
guarnición de unas vidas ajenas que pronto olvidarán nuestros nombres.
Némesis me condenará por engañar
en el combate pues estuve cerca de matarte mientras bailabas a mí alrededor,
mientras saltabas con el Sol a la espalda, danzando para un pueblo hambriento
de sangre y miedo.
Sé que tu dolor es mayor que el
mío, mi espada en tu mano libera ahora el grito que mi máscara no puede
contener.
Ellos son los infames y nosotros
hermanos en la arena.
Ignacio Rivero
Sevilla, a 1 de diciembre de
2020.
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