Cerca del castillo de
Marchenilla, en el término municipal de Alcalá de Guadaira, en la senda de la
carretera de Morón existía una finca que pertenecía a mi tío abuelo Juan Nieto.
No se confundan, era mala persona y falleció solo, triste, mezquino y amargado
por no poder llevarse todo el dinero que sustrajo de la vida de otros. Pero no
quiero escribir, esta vez, de semejante individuo. Solo sirva esta reseña para
situarles en el principio de los años 80, cuando yo era un niño y aún estaba
acostumbrándome a la nueva televisión en color en el piso del Polígono Norte.
Trabajaba mi padre en una tienda
de tejidos situada en la calle Alonso el Sabio, cuyo dueño era su propio tío,
Juan Nieto. Este Nieto permitía que fuéramos a la finca con la condición de que
mi padre lo llevara como un taxi y le siguiera trabajando allí los fines de
semana, en tareas del campo y otras que imagino serviles, y dicho sea de paso
los servicios de mi madre como cocinera. Mi padre, Paco, no podía pagarnos
vacaciones estivales, ni piscinas, ni otros entretenimientos con el sueldo de
la tienda. Con tal de que disfrutáramos de aire libre, los animales, las
albercas para bañarnos, dejaba que aquella mala persona hiciera ciertas sus
intenciones caciquiles.
Era aquella finca productora de
los más diversos animales de granja y plantaciones agrícolas, desde vacas,
cerdos, ovejas y gallinas a conejos y palomas.
Tenía una casa para los dueños, otra para la familia de mantenimiento y
dos albercas para regadíos, una enorme como una piscina donde nos bañábamos con
aquella agua de pozo helada y sabrosa y otra vetada para mí por la ingente
cantidad de avispas. Por si no lo he contando antes soy alérgico a las
picaduras de insectos, en una ocasión con el saludo de una avispa del pilón de
las vacas me tuvieron que quitar los vaqueros a tijeretazos por la inflamación.
Y no teníamos
bicicletas en un principio, pero con el paso del tiempo mi hermano mayor heredó
una de Jordán, amigo infatigable de mi padre. Así que mi hermano David y yo nos
quedamos esperando que la suerte nos trajera alguna a nosotros ya que no
podíamos compartir la de mi hermano Francisco, éramos muy bajitos todavía,
sobre todo David que es el pequeño. Sentados en los escalones de la casa
mirábamos como mi hermano pedaleaba arriba y abajo con mis primos. Incluso
habían inventado un deporte de riesgo lanzándose camino abajo. Pasa cerca de la finca el río Guadaira,
caudaloso afluente del Guadalquivir pero que por aquella parte aún estaba
virgen. Para acceder a sus riberas existía un camino de cabras, lleno de baches
y piedras y con una pendiente de vértigo. Era una locura transitar por él con
vehículos que no fueran 4x4 o montados a caballo. Pues bien, el juego consistía
en dejarse caer sin frenos por el camino al Guadaíra, si llegabas abajo el
primero sin huesos rotos ganabas. La mayoría de las veces caían,
despellejándose rodillas, codos y caras, pero reían como locos y volvían a
subir para despeñarse otra vez. Aunque parezca una locura David y yo nos moríamos
por tener una bicicleta y participar en aquel descerebrado juego.
Haciendo un gran esfuerzo mi
padre compró una bicicleta. A mi hermano David, que es el más pequeño de los
tres. Imaginen como me sentí.
Hoy por hoy prefiero pensar que
una bici pequeña es más barata que una de tamaño mediano y dejar aquel sombrío
asunto archivado en la “m” de miscelánea y no en la “b” de bicicletas que me
refregaron por la cara.
En fin, que ahora me encontraba
solo en el escalón viéndolos pasar arriba y abajo por el camino emparrado que
llevaba a la alberca, los oía reír cuando subían del Guadaira y de alguna forma
me excluyeron, inconscientemente, de sus juegos bicicleteros. Me convertí en una sombra que jugaba solo con
el balón, el barro y las piedras. Mi frustración se hizo patente y llegó a
oídos de nuestra vecina Loli del Polígono Norte. La buena mujer encontró una
bicicleta de su hijo, de la época de maríacastaña, que estaba algo oxidada y
tenía la particularidad de que era plegable. Me acuerdo perfectamente del día
que me la dieron, era azul y las ruedas se plegaban hacia el interior por medio
de unas ingeniosas bisagras de palometas. Estaba muy usada y chirriaba al
rodar, pero ahora era mi bici y pensaba disfrutarla al máximo.
Como imaginarán me presenté a la
próxima convocatoria para despeñarse hacia el Guadaira. En la parrilla de
salida estaban mis primos con sus bicis, mi hermano Francisco con la bicicleta
de Jordán y el pequeño David con su infame bici nueva. Había repasado las
bisagras de mi BH y el estado de las ruedas, apretado el manillar y los dientes
y el corazón me iba a salir por la boca. Estábamos todos vestidos con un
sencillo bañador y unas chanclas, como es normal en verano, así que consideren
el resultado de caerse a toda velocidad en un sendero de piedras afiladas.
Escuché la voz de salida como el que oye un disparo y nos lanzamos con el valor
y la inconsciencia de los niños hacia abajo, sin frenos y apretando los puños.
Intenté usar la técnica de ir por el borde del camino, donde el piso era más
llano, pero no había escapatoria, en tan mal estado se encontraba el sendero y
tanta era la velocidad que alcanzábamos que empecé a saltar sin control al
igual que los demás. Cada salto correspondía con una caída de infarto y todo mi
cuerpo cimbreaba intentando mantener el equilibrio. En el primer cuarto del camino
aún nos manteníamos todos sobre los sillines pero poco más duró aquella
situación. Había oído decir a mi hermano Francisco que cuando se conoce la
caída cierta es mejor soltar el manillar y salir disparado hacia otro lado.
Nada de eso me sirvió cuando salí lanzado hacia el cielo desde un socavón
parecido a un cráter, en la bajada hacia las cantos supe que era mi último
salto. Cuando la inercia me hizo impactar con la rueda delantera, ésta se partió
por la bisagra de palometa, estrellándome inevitablemente sobre las rocas.
En un instante tenía las
rodillas, el pecho y los brazos llenos de arañones sangrantes y mi pobre bici yacía inerte
partida en dos entre los girasoles. Me senté en la tierra y observé como los
demás llegaban ilesos a la meta y se perdían entre los eucaliptos del Guadaira.
Me quedé así un rato, lamiéndome las heridas como un perrillo y llorando como
lo que era, un niño. Al rato arrastré mi atajo de hierros doblados hacia la
finca y la solté no recuerdo donde.
Unas semanas más tarde descubrí
que llegaba a los pedales de la bicicleta de Francisco y a escondidas me monté
y volví a caerme de cara cerca del pozo de la alberca. Esto no es lo mío,
pensé. Ya ven, lo duro que era en los ochenta aprender a montar en bicicleta. Y
sin embargo lo recuerdo con un cariño extraordinario y sepan una cosa, no
envidio en absoluto las consolas de videojuegos de los niños de hoy.

