Foto de Ignacio

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Ignacio mismo

domingo, 22 de enero de 2012

Caída libre al Guadaira


Cerca del castillo de Marchenilla, en el término municipal de Alcalá de Guadaira, en la senda de la carretera de Morón existía una finca que pertenecía a mi tío abuelo Juan Nieto. No se confundan, era mala persona y falleció solo, triste, mezquino y amargado por no poder llevarse todo el dinero que sustrajo de la vida de otros. Pero no quiero escribir, esta vez, de semejante individuo. Solo sirva esta reseña para situarles en el principio de los años 80, cuando yo era un niño y aún estaba acostumbrándome a la nueva televisión en color en el piso del Polígono Norte.

Trabajaba mi padre en una tienda de tejidos situada en la calle Alonso el Sabio, cuyo dueño era su propio tío, Juan Nieto. Este Nieto permitía que fuéramos a la finca con la condición de que mi padre lo llevara como un taxi y le siguiera trabajando allí los fines de semana, en tareas del campo y otras que imagino serviles, y dicho sea de paso los servicios de mi madre como cocinera. Mi padre, Paco, no podía pagarnos vacaciones estivales, ni piscinas, ni otros entretenimientos con el sueldo de la tienda. Con tal de que disfrutáramos de aire libre, los animales, las albercas para bañarnos, dejaba que aquella mala persona hiciera ciertas sus intenciones caciquiles.

Era aquella finca productora de los más diversos animales de granja y plantaciones agrícolas, desde vacas, cerdos, ovejas y gallinas a conejos y palomas.  Tenía una casa para los dueños, otra para la familia de mantenimiento y dos albercas para regadíos, una enorme como una piscina donde nos bañábamos con aquella agua de pozo helada y sabrosa y otra vetada para mí por la ingente cantidad de avispas. Por si no lo he contando antes soy alérgico a las picaduras de insectos, en una ocasión con el saludo de una avispa del pilón de las vacas me tuvieron que quitar los vaqueros a tijeretazos por la inflamación.

Y no teníamos bicicletas en un principio, pero con el paso del tiempo mi hermano mayor heredó una de Jordán, amigo infatigable de mi padre. Así que mi hermano David y yo nos quedamos esperando que la suerte nos trajera alguna a nosotros ya que no podíamos compartir la de mi hermano Francisco, éramos muy bajitos todavía, sobre todo David que es el pequeño. Sentados en los escalones de la casa mirábamos como mi hermano pedaleaba arriba y abajo con mis primos. Incluso habían inventado un deporte de riesgo lanzándose camino abajo.  Pasa cerca de la finca el río Guadaira, caudaloso afluente del Guadalquivir pero que por aquella parte aún estaba virgen. Para acceder a sus riberas existía un camino de cabras, lleno de baches y piedras y con una pendiente de vértigo. Era una locura transitar por él con vehículos que no fueran 4x4 o montados a caballo. Pues bien, el juego consistía en dejarse caer sin frenos por el camino al Guadaíra, si llegabas abajo el primero sin huesos rotos ganabas. La mayoría de las veces caían, despellejándose rodillas, codos y caras, pero reían como locos y volvían a subir para despeñarse otra vez. Aunque parezca una locura David y yo nos moríamos por tener una bicicleta y participar en aquel descerebrado juego.

Haciendo un gran esfuerzo mi padre compró una bicicleta. A mi hermano David, que es el más pequeño de los tres. Imaginen como me sentí.

Hoy por hoy prefiero pensar que una bici pequeña es más barata que una de tamaño mediano y dejar aquel sombrío asunto archivado en la “m” de miscelánea y no en la “b” de bicicletas que me refregaron por la cara.

En fin, que ahora me encontraba solo en el escalón viéndolos pasar arriba y abajo por el camino emparrado que llevaba a la alberca, los oía reír cuando subían del Guadaira y de alguna forma me excluyeron, inconscientemente, de sus juegos bicicleteros.  Me convertí en una sombra que jugaba solo con el balón, el barro y las piedras. Mi frustración se hizo patente y llegó a oídos de nuestra vecina Loli del Polígono Norte. La buena mujer encontró una bicicleta de su hijo, de la época de maríacastaña, que estaba algo oxidada y tenía la particularidad de que era plegable. Me acuerdo perfectamente del día que me la dieron, era azul y las ruedas se plegaban hacia el interior por medio de unas ingeniosas bisagras de palometas. Estaba muy usada y chirriaba al rodar, pero ahora era mi bici y pensaba disfrutarla al máximo.

Como imaginarán me presenté a la próxima convocatoria para despeñarse hacia el Guadaira. En la parrilla de salida estaban mis primos con sus bicis, mi hermano Francisco con la bicicleta de Jordán y el pequeño David con su infame bici nueva. Había repasado las bisagras de mi BH y el estado de las ruedas, apretado el manillar y los dientes y el corazón me iba a salir por la boca. Estábamos todos vestidos con un sencillo bañador y unas chanclas, como es normal en verano, así que consideren el resultado de caerse a toda velocidad en un sendero de piedras afiladas. Escuché la voz de salida como el que oye un disparo y nos lanzamos con el valor y la inconsciencia de los niños hacia abajo, sin frenos y apretando los puños. Intenté usar la técnica de ir por el borde del camino, donde el piso era más llano, pero no había escapatoria, en tan mal estado se encontraba el sendero y tanta era la velocidad que alcanzábamos que empecé a saltar sin control al igual que los demás. Cada salto correspondía con una caída de infarto y todo mi cuerpo cimbreaba intentando mantener el equilibrio. En el primer cuarto del camino aún nos manteníamos todos sobre los sillines pero poco más duró aquella situación. Había oído decir a mi hermano Francisco que cuando se conoce la caída cierta es mejor soltar el manillar y salir disparado hacia otro lado. Nada de eso me sirvió cuando salí lanzado hacia el cielo desde un socavón parecido a un cráter, en la bajada hacia las cantos supe que era mi último salto. Cuando la inercia me hizo impactar con la rueda delantera, ésta se partió por la bisagra de palometa, estrellándome inevitablemente sobre las rocas.

En un instante tenía las rodillas, el pecho y los brazos llenos de arañones  sangrantes y mi pobre bici yacía inerte partida en dos entre los girasoles. Me senté en la tierra y observé como los demás llegaban ilesos a la meta y se perdían entre los eucaliptos del Guadaira. Me quedé así un rato, lamiéndome las heridas como un perrillo y llorando como lo que era, un niño. Al rato arrastré mi atajo de hierros doblados hacia la finca y la solté no recuerdo donde.

Unas semanas más tarde descubrí que llegaba a los pedales de la bicicleta de Francisco y a escondidas me monté y volví a caerme de cara cerca del pozo de la alberca. Esto no es lo mío, pensé. Ya ven, lo duro que era en los ochenta aprender a montar en bicicleta. Y sin embargo lo recuerdo con un cariño extraordinario y sepan una cosa, no envidio en absoluto las consolas de videojuegos de los niños de hoy.
Sevilla, a 22 de enero de 2012.

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